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Madre

Madre, vuelvo a la cocina a mirarte.
Estás de espalda.
Vuelvo a cobrarme una deuda.
La luz del sol infló la cocina de luz blanca. Y, entonces,
no puedo verte.
No puedo saber tu edad (¿estás vieja?, ¿estás muerta?).
Pero yo sé mi edad.
Tengo la edad del que creyó estar muerto
hasta que sintió que su respiración era extraña,
era una fuerza desconocida que venía… ¿de dónde?
¿De dónde viene esa fuerza?
Estoy seguro que no viene de vos.
Pero que sabés de dónde viene.
¿Para quién estás cocinando? Mirá que no me quedo a comer.
Los muchachos están esperando afuera. Me esperan.
Veníamos borrachos caminando y cantando
la canción de los salesianos,
y se me apareció en el camino la casa.
Mi casa. Los muchachos cantan la canción
de los salesianos, mientras estoy acá, y vos estás de espalda
pelando una cebolla, por eso las lágrimas.
Ellos cantan, afuera, ahora. Los muchachos lo harán siempre.
Y ahora cantan mas fuerte para tapar mis gritos.
Es la última vez que vuelvo a esta cocina, Madre, como vuelve
la madera del árbol al mango del hacha: convertida en una materia
útil y perfecta,
y recuerdo, Madre, reuniste tus utensilios de plata,
las copas de cristal, el mate labrado en oro,
los enterraste ¡y no me enterraste a mi!
¡A mi que valgo mas que esos oros
del Perú, y toda esa mierda junta!
Vuelvo. Y no te dignás a darte vuelta
y besar mi calavera, mi fémur, mi talón que pisó carne mientras ardía.
Las verdaderas madres agarran a sus hijos que vuelven de la guerra y los llevan al río.
Los lavan. Los secan. Les ponen manteca en los talones.
Los derriten un poco
bajo el sol tibio para transparentar los huesos: medir el calcio.
Pero ahora la luz me advierte que no estás. Que la cocina está vacía.
Que no hay platos. Que hace mucho no hay nadie acá.
Canten muchachos, canten fuerte la canción.
Entren cantando a la cocina.
Y rompan todo.

De https://panamarevista.wordpress.com/?s=+Madre%2C+vuelvo+a+la+cocina

No te dije de la luna. La luna es lo más alto. Cuando la mirábamos, ¿por qué hacíamos retemblar el índice sobre el labio hasta provocar un beruberu de acompañarla? ¿Nos lo enseñaste tú o papá? ¿Y qué era su despabilarse en niño Jesús subido al burrito sobre esa lumbre de peligro? Dame esas noticias. Nos quedábamos hasta bien tarde en enero para mirar. Ahí la tengo en el patio ahora, es lo más alto. La dejé atada del pino, mi cometa plateada y mi compaña, y me entré luna arriba para que muchos niños.

Del libro Cartas para que la alegría

EL KIMONO

Mi padre y mi madre eran sombras dispares
que ahora, muertas, acaso se encuentran más.
Yo recuerdo: él le regaló un kimono
y ella lloró en silencio
porque una gracia así
no concordaba
con su amor tan austero.

En la espalda del kimono
saltaba un salmón rojo.
Sobre los hombros de mi madre, el pez
parecía subir por la cascada de sus cabellos,
hermosísimos y azulados cabellos
de mestiza:
Una bella imagen que ella no podía ver.

Dígasela usted, padre,
para que deje de llorar.

Por qué las mujeres nos quemamos con el horno


La marquita roja la tenemos todas.
Acá en la mano izquierda, con la que escribo
está también mi quemadura de horno.
Si la miro muy fijo, sobre el radio
se me despliega en tres:
se me tridimensiona la muñeca
y entrecerrando los ojos pueden verse
la muñeca de mi madre, la de mi abuela
y, en un tirón hacia delante, la de mi hija
picada de mosquitos, pulida y ya dispuesta
a la marca de la rejilla ardiente.

Si fuese cierto –como sostienen algunas teorías– que la escritura no comienza con un grafema sobre una superficie que lo retenga, sino con el lenguaje de los gestos, ¿no podría ser ese primer trazo los dedos de una madre atravesando los finísimos bucles del bebé entregado a su pecho en una fusión de cuerpos?

Mario Ortiz, en Cuadernos de Lengua y Literatura : Volúmenes V, VI y VII

Todo lo toma todo lo carga
el lomo santo de la Tierra:
lo que camina, lo que duerme,
lo que retoza y lo que pena;
y lleva vivos y lleva muertos
el tambor indio de la Tierra. 
Cuando muera, no llores hijo:
pecho a pecho ponte con ella,
y si sujetas los alientos
como que todo o nada fueras,
tú escucharás subir su brazo
y la madre que estaba rota
tú la verás volver entera.

Gabriela Mistral

El rastro

Llevo en mis oídos la más espantosa música: los dedos de la señorita Z. aporreando un piano destemplado —las uñas pintadas de un rojo desfalleciente, la nariz afilada y punzante—, en una sala gris como el llanto del Conservatorio Municipal de la ciudad donde nací, y yo a su lado sosteniendo el libro de solfeo de Pozzoli, las tapas revestidas con papel azul, cantando en clave de Sol y de Fa con una voz arqueada, acurrucada en la garganta como un animal que se niega a salir de su refugio. Mi voz retenida, desafinada, destemplada, que sólo sirve para cantar brutalmente rock en los estadios porque se camufla con la de cincuenta mil personas más. Mi madre, sin embargo, cantaba muy bien. No lo hacía a menudo. Sólo a veces, mientras lavaba la ropa, o cuando íbamos a hacer compras en el auto, o cuando salíamos de vacaciones. Cantaba con una voz limpia, satinada y heroica. Una voz ambarina, desnuda, severa, enorme, un canto como un trozo de hueso. Ese canto se murió con ella y no tengo ningún registro de cómo fue, salvo el de mi memoria. Este domingo me desperté rara. Mansa. Los pensamientos no colgaban dentro mi cabeza como reses de ganchos flojos. Estaba prolija, compacta, bien encajada en mí. Hacía tostadas y té para el desayuno cuando empecé a cantar una vieja canción gitana. Con una voz que me salía de los hombros y el cuello y los tendones. Una voz templada y rigurosa. Una voz que era como echar baldazos de agua limpia sobre las plantas. Como patinar sobre hielo. Como pulir un piso de madera. Una voz virtuosa y perfecta que salía de mí como si fuera el rastro de un cuerpo. Canté y canté. Siempre la misma canción. Siempre las mismas estrofas ardientes. Con la voz de mi madre. Y después callé, espantada por la monstruosidad que había cometido.

Leila Guerriero, en Teoría de la gravedad


La trama


Las historias que se cuentan de madres a hijas
en la noche, para que la hija duerma,
nunca tienen final. Son las madres quienes
caen rendidas por el sueño antes de llegar a él.
La hija insiste, pregunta, pero casi siempre
es inconexa la respuesta. Entonces
permanece despierta, imaginando.
Ése es el origen del insomnio y los poemas.