Yo odiaba esas conversaciones, o les tenía fobia, miedo. Cuando los escuchaba hablar de esas cosas, abría la puerta del pasillo, me sumergía en el frío de la casa sin calefaccionar, me dejaba caer sobre la cama, prendía el velador, abría un libro, me tiraba a leer una novela.
La trama de un libro era una especie de protección, de conjuro contra esos dibujos hechos de puros rayones, trazos flojos, devaneos. Necesitaba darle a mi vida una forma imaginaria.
Leía porque leer era orden, armonía, la promesa de un tercer acto donde todo encajara, donde todo tuviera sentido.
Quería una vida distinta, creo. Me atraía la delicadeza de esos lugares lejanos, «elegantes», perfectos. Me atraían esas tramas tan bien urdidas, que el punto final siempre se convirtiera en el alivio de todos los pesares, la constatación de que todas las pruebas, todos los conflictos habían valido la pena. Quería una vida como la que salía en los libros, una vida como las de las revistas.
Y ese deseo era la única manera que encontraba para decirme a mí mismo que yo me sentía diferente a ellos, distinto.
Me desesperaba imaginarme a mí mismo construyéndome una casa en este pueblo, envejeciendo aquí al son de las siembras y las trillas.
No era miedo al aburrimiento, era miedo al desperdicio.
Escapar para aprovechar la poca vida que uno podía llegar a tener en suerte. Esa ansiedad de base: salir del pueblo, ver el mundo, aprovechar la vida, darle sentido, como si sola, allí, por ya ser, mi vida no lo tuviera.
Sentía que tenía tan poco tiempo. ¿Tiempo para qué? No lo sabía, pero estaba convencido de que había otro tipo de vida esperándome en algún lugar y me imaginaba que solo podría empezar a vivir si descubría cuál era ese lugar y cuál era esa vida.
Entonces estudiaba, me preparaba, trataba de sacarme las mejores notas, aprendía para ser otro, lejos.
Leía mucho, todo el tiempo, todo lo que caía en mis manos. Estrujaba los libros, los diarios, las revistas. Absorbía información, la asimilaba: cualquier cosa podía ser herramienta para abrirse paso, para irse, para camuflarse con los locales cuando estuviera en cualquier otro lugar que no fuera Cabrera.
No lograba entender cómo podía el resto vivir tan calmo su vida, cómo no los ahogaba la pampa también a ellos.
Yo, en cambio, creía saber más que mis padres, que mis abuelos, que mis hermanos, que mis compañeros de escuela.
Nada de lo que había acá servía. Tenía que hacerme a mí mismo, ser mi propio padre, mi propia madre, irme.
Dejé de ir al campo, me convertí en alguien muy responsable, muy serio. Estaba siempre enojado, me pasaba los fines de semana leyendo.
Era solo la necesidad de tenerlo todo bajo control: el caos, el sinsentido, el miedo.
Me creía más que el resto, pero también me sentía menos.
Todavía no lo sabía, aunque ya lo intuía.
O lo sabía, o una tarde lo supe, de pronto una sospecha: ¿y si me gustaban los chicos? ¿Y si yo era uno de esos? No, no podía ser. No yo. No a mí. Yo no era.
La sensación de secreto. Ni siquiera admitírmelo a mí mismo o me pondría en riesgo de muerte.
Sería una gran debilidad y, ante todo, yo necesitaba ser fuerte.
Negármelo para no humillarlos, para no hacerlos pasar vergüenza.
Negármelo también para no ser débil. Mostrarme mejor que todos, más fuerte.
Tenía expectativas muy altas y ponía mucha presión sobre mí.
No sabía cómo cumplir esas expectativas, no sabía si iba a poder, ni siquiera sabía si tendría el coraje de irme.
Leer alejaba el miedo: suponía que identificando todas las tramas posibles, todas las posibles estructuras narrativas, sabría cómo hacer para que mi historia llegara a buen puerto.
«Si huyes / la zona te devora / si permaneces / la zona te asimila / te otorga la palabra hijo», dice Elena Anníbali en un poema.
Federico Falco, en Los llanos