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Archivo de la etiqueta: fragmento de novela

A veces me encantaría no decir nada y solo hacer un listado de palabras que ocupen el tiempo. Un listado con mis palabras favoritas:

Lombote

Lonja

Ponchada

Refucilo

Orear

Fajinar

Tupido

Revienta

Pando

Picaflor

Chilcal

Chinela

El verbo achuzar

El adjetivo chuzo

Chanfleado, aunque no sé si chanfleado es una palabra que se use en todos lados o solo en Cabrera.

Palabras para mirar. Eso y nada más.

A veces solo quiero quedarme callado. No hablar. No escribir. No hacer nada, por mucho tiempo.

Una palabra no doma el cuerpo.

Ninguna palabra doma la pena. Ninguna palabra la espanta.

Ninguna palabra la logra decir de verdad.

Federico Falco, en Los llanos

A algunas cosas hay que nombrarlas porque si no, no existen; a otras hay que callarlas, para que no sean. Hay que nombrar las nubes. El cielo. Cada uno de los pájaros, cada uno de los yuyos. A veces hago ese experimento: camino y trato de nombrar todo lo que veo. Las hojas de un matorral al que no le conozco el nombre, un poste del alambrado, una varilla, las huellas que dejan en el barro los tractores a la mañana.

Callar hay que callar el misterio. Atenerse a las cosas. Mirar solo desde afuera. Lo de adentro no puede verse. Lo de adentro mejor no decirlo.

Es rarísimo ser uno, estar adentro, todo el tiempo uno consigo mismo, conocerse en cada miseria. Y calculando cuánto ven los otros, qué se imaginarán, qué uno deja que sepan. Estar adentro con uno y no decirlo. Silencio. Silencio.

Federico Falco, en Los llanos

Yo odiaba esas conversaciones, o les tenía fobia, miedo. Cuando los escuchaba hablar de esas cosas, abría la puerta del pasillo, me sumergía en el frío de la casa sin calefaccionar, me dejaba caer sobre la cama, prendía el velador, abría un libro, me tiraba a leer una novela.

La trama de un libro era una especie de protección, de conjuro contra esos dibujos hechos de puros rayones, trazos flojos, devaneos. Necesitaba darle a mi vida una forma imaginaria.

Leía porque leer era orden, armonía, la promesa de un tercer acto donde todo encajara, donde todo tuviera sentido.

Quería una vida distinta, creo. Me atraía la delicadeza de esos lugares lejanos, «elegantes», perfectos. Me atraían esas tramas tan bien urdidas, que el punto final siempre se convirtiera en el alivio de todos los pesares, la constatación de que todas las pruebas, todos los conflictos habían valido la pena. Quería una vida como la que salía en los libros, una vida como las de las revistas.

Y ese deseo era la única manera que encontraba para decirme a mí mismo que yo me sentía diferente a ellos, distinto.

Me desesperaba imaginarme a mí mismo construyéndome una casa en este pueblo, envejeciendo aquí al son de las siembras y las trillas.

No era miedo al aburrimiento, era miedo al desperdicio.

Escapar para aprovechar la poca vida que uno podía llegar a tener en suerte. Esa ansiedad de base: salir del pueblo, ver el mundo, aprovechar la vida, darle sentido, como si sola, allí, por ya ser, mi vida no lo tuviera.

Sentía que tenía tan poco tiempo. ¿Tiempo para qué? No lo sabía, pero estaba convencido de que había otro tipo de vida esperándome en algún lugar y me imaginaba que solo podría empezar a vivir si descubría cuál era ese lugar y cuál era esa vida.

Entonces estudiaba, me preparaba, trataba de sacarme las mejores notas, aprendía para ser otro, lejos.

Leía mucho, todo el tiempo, todo lo que caía en mis manos. Estrujaba los libros, los diarios, las revistas. Absorbía información, la asimilaba: cualquier cosa podía ser herramienta para abrirse paso, para irse, para camuflarse con los locales cuando estuviera en cualquier otro lugar que no fuera Cabrera.

No lograba entender cómo podía el resto vivir tan calmo su vida, cómo no los ahogaba la pampa también a ellos.

Yo, en cambio, creía saber más que mis padres, que mis abuelos, que mis hermanos, que mis compañeros de escuela.

Nada de lo que había acá servía. Tenía que hacerme a mí mismo, ser mi propio padre, mi propia madre, irme.

Dejé de ir al campo, me convertí en alguien muy responsable, muy serio. Estaba siempre enojado, me pasaba los fines de semana leyendo.

Era solo la necesidad de tenerlo todo bajo control: el caos, el sinsentido, el miedo.

Me creía más que el resto, pero también me sentía menos.

Todavía no lo sabía, aunque ya lo intuía.

O lo sabía, o una tarde lo supe, de pronto una sospecha: ¿y si me gustaban los chicos? ¿Y si yo era uno de esos? No, no podía ser. No yo. No a mí. Yo no era.

La sensación de secreto. Ni siquiera admitírmelo a mí mismo o me pondría en riesgo de muerte.

Sería una gran debilidad y, ante todo, yo necesitaba ser fuerte.

Negármelo para no humillarlos, para no hacerlos pasar vergüenza.

Negármelo también para no ser débil. Mostrarme mejor que todos, más fuerte.

Tenía expectativas muy altas y ponía mucha presión sobre mí.

No sabía cómo cumplir esas expectativas, no sabía si iba a poder, ni siquiera sabía si tendría el coraje de irme.

Leer alejaba el miedo: suponía que identificando todas las tramas posibles, todas las posibles estructuras narrativas, sabría cómo hacer para que mi historia llegara a buen puerto.

«Si huyes / la zona te devora / si permaneces / la zona te asimila / te otorga la palabra hijo», dice Elena Anníbali en un poema.

Federico Falco, en Los llanos

Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio; cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la palabra un fragor de creación, Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo. Los marineros han quedado abajo, en la orilla, cortando pasto para los toros sementales que viajaban con nosotros. Sus voces no me alcanzan. Sin pensar en ellos contemplo esta llanura inmensa, cuyos límites se disuelven en un leve oscurecimiento circular del cielo. Desde mi punto de vista de guijarro, de grama, abarco, en su casi totalidad, una circunferencia que es parte cabal, entera, del planeta en que vivo. No tengo ya que alzar los ojos para hallar una nube: aquellos cirros inmóviles, que parecen detenidos allá desde siempre, están a la altura de la mano que da sombra a mis párpados. De lejanía en lejanía se yergue un árbol copudo y solitario, siempre acompañado de un cacto, que es como un largo candelabro de piedra verde, sobre el cual descansan los gavilanes, impasibles, pesados, como pájaros de heráldica. Nada hace ruido, nada topa con nada, nada rueda ni vibra. Cuando una mosca da con el vuelo en una telaraña, el zumbido de su horror adquiere el valor de un estruendo. Luego vuelve a estar el aire en calma, de confín a confín, sin un sonido. Llevo más de una hora aquí, sin moverme, sabiendo cuán inútil es andar donde siempre se estará al centro de lo contemplado. Muy lejos asoma un venado entre las junqueras de un ojo de agua. Y se detiene, noblemente erguida la cabeza, tan inmóvil sobre la planicie que su figura tiene algo de monumento y algo, también, de emblema totémico. Es como el antepasado mítico de hombres por nacer; como el fundador de un clan que hará de su cornamenta clavada en un palo, blasón, himno y bandera. Al sentirme en la brisa se aleja a pasos medidos, sin prisa, dejándome solo con el mundo. Me vuelvo hacia el río. Su caudal es tan vasto que los raudales, torbellinos, resabios, que agitan su perenne descenso se funden en la unidad de un pulso que late de estíos a lluvias, con los mismos descansos y paroxismos, desde antes de que el hombre fuese inventado. Embarcamos hoy, al alba, y he pasado largas horas mirando a las riberas, sin apartar mucho la vista de la relación de Fray Servando de Castillejos, que trajo sus sandalias aquí hace tres siglos. La añeja prosa sigue válida. Donde el autor señalaba una piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha, he visto la piedra con perfil de saurio, erguida en la orilla derecha. Donde el cronista se asombraba ante la presencia de árboles gigantescos, he visto árboles gigantes, hijos de aquéllos, nacidos en el mismo lugar, habitados por los mismos pájaros, fulminados por los mismos rayos. El río entra, en el espacio que abarcan mis ojos, por una especie de tajo, de desgarradura hecha al horizonte de los ponientes; se ensancha frente a mí hasta esfumar su orilla opuesta en una niebla verdecida de árboles, y sale del paisaje como entró, abriendo el horizonte de las albas para derramarse en la otra vertiente, allá donde comienza la proliferación de sus islas incontables, a cien leguas del Océano.

Alejo Carpentier, Los pasos perdidos

¿Por qué nos enamoramos de alguien? ¿Cuáles serán, cómo se llamarán esas teclas ocultas, esas zonas secretas e inaccesibles a nosotros mismos, los receptores que se iluminan cuando alguien nos gusta? ¿Existe esa zona en lo más oscuro de nuestro cuerpo? ¿Existe esa botonera desconocida? ¿Qué nombre tiene? ¿Cómo es? ¿Por qué solo algunos olores, ciertas entonaciones de voz, ciertas formas de mirar, de moverse, solo ciertas sensibilidades y no otras mueven las teclas y son capaces de hacer sonar música? ¿Qué roces lejanos, prehistóricos, nos recuerdan esos cuerpos nuevos?, ¿ecos de qué? ¿Y por qué algunas personas nos atraen hasta la locura y otras, que a priori reúnen todas las condiciones (son lindos de la manera en que nos parece linda cierta gente, profundos, divertidos, simpáticos), logran despertarnos solo un ligero cosquilleo?

Federico Falco, en Los llanos

​Asvés yo creo que ya te isque​cpi​, mas vos salís de nuevo para la vereda de mi cabeza, y ponés tus ojo en la escoba y vas recorriendo el ayer, tan nuevita, como si tu madre arrecién te tivesse pintado. Tania, me hubiera gustado ser el pasto de tus pensamiento.

Yo no sé cómo se faz para decir el amor. Las palabra que me enseñaron, tienen las uña muy larga como pra acariciar. Los ruidos que posso te entregar, solo pueden decir que si vos necesitás alguien que te ayude a barrer las tarde, yo puedo ser el soplido de la iscoba, y si algún día andás muy atariada à y no podés bombiar las novela, yo miro todo el capítulo interinho, y al otro día, te cuento, tintín por tintín, quién traicionó al bueno y si los enamorado, al final, se besaron.

Agora tenho que me contentar escribiendo. Intento transformar en rayas las palabra que no te disse, porque assim vos revivís, aunque seas de aire. Yo me contento con te ver aparecer en la calle de mis hoja, arrastrando las mañana contigo.

Yo solo quería te decir que asvés, cuando ando feito un buraco, el sol de tu nombre sale por la ventana de mis lembrança, y yo sueño que istamo juntos, pasiando en el río, ajuntando piedras, como si la tristeza se tivesse dormido.

Fabián Severo, en Viralata

—«Un jardín tiene que tener un sendero», solía decir mi madre, y tenía razón. Un sendero que se ha ido labrando su camino en la tierra, hundiendo cantos, con hierba que empieza a crecer entre las grietas —dijo Jean—, un sendero que el uso constante ha ido grabando en la tierra. Igual que con el correr de los siglos los escalones de piedra se ahuecan en el centro. Imagina si unas simples botas son capaces de gastar la piedra, igual que algunas historias se curvan en el centro tras siglos de ser contadas. La tierra sabe dónde hemos caminado… »Por la noche en lugar de un cuento para dormir a veces mi madre y yo mirábamos catálogos de semillas. Encargó algunos de Inglaterra, sólo por soñar, y me describía en susurros un jardín para mí. Yo lo imaginaba con ella, cada detalle, la hiedra, el banco bajo el sauce, la nieve de las flores en el aire cálido de la primavera. Hasta que me quedaba dormida.

Anne Michaels, en La cripta de invierno

Podía oler en sus cabellos el humo de la madera quemada. Y ella, en la lana del jersey, podía oler el cuerpo de él, el aceite de la lámpara, y tierra. La luz de la linterna, el fuego, el río, la cama fría, la mano pequeña, fuerte y quieta de Jean bajo su jersey. Apropiarse de la visión de ella. Aprender y nombrar y guardar todo lo que ve en su rostro mientras él, también, se convierte en parte de su expresión, una forma de escuchar que pronto incluirá el conocimiento que ella tenga de él. Aprenderse cada matiz a medida que éstos revelen un nuevo pasado, así como todo lo que ahora podría ser posible. Conocer en su piel las inconsistencias de la edad: sus manos y muñecas y orejas de niña, sus brazos y piernas suaves y firmes de mujer joven; cada parte anatómica de nosotros parece adquirir una madurez distinta y, durante mucho tiempo, permanece así. ¿Cómo es posible que el cuerpo envejezca con tanta inconsistencia? Al mirarla sentada al otro lado de la mesa, o mirándola ahora, con su cara junto a la de ella, con sus brazos y piernas en paralelo, cómo cede su rostro al escucharle, dando paso a otro rostro y a otro, siempre un abrirse nuevo, una apertura latente; así es como el amor se abre al amor, como el más mínimo cambio de la luz o del aire sobre la superficie del agua. Tumbado a su lado, imaginó que incluso sus propios pensamientos podrían alterar la cara de ella.

Anne Michaels, en La cripta de invierno

Ann Deverià la miró —pero con una mirada para la que mirar es ya una palabra demasiado fuerte —mirada maravillosa que en ver sin preguntarse nada, ver y basta —algo así como dos cosas que se tocan —los ojos y la imagen —una mirada que no toma sino que recibe, en el silencio más absoluto de la mente, la única mirada que de verdad podría salvamos —virgen de cualquier pregunta, aún no desfigurada por el vicio del saber —única inocencia que podría prevenir las heridas de las cosas cuando desde fuera penetran en el círculo de nuestro sentir —ver —sentir —porque no sería más que un maravilloso estar delante, nosotros y las cosas, y en los ojos recibir el mundo entero —recibir —sin preguntas, incluso sin asombro —recibir —sólo —recibir —en los ojos— el mundo.

Alessandro Baricco, en Océano mar