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Fútbol

Filmar películas es un procedimiento atlético, no estético

Una idea que aparece constantemente en nuestras conversaciones es su célebre máxima herzogiana: “filmar películas es un procedimiento atlético, no estético”.

-Cuando era niño practicaba salto de esquí. En circunstancias normales, al despegar de la rampa hay que echar la cabeza hacia atrás al caer, pero nosotros embestíamos con las cabezas hacia adelante, como al zambullirse. Lo hacíamos así para neutralizar la presión del aire, que tiende a empujarte hacia atrás. Es como si alguien diera un salto suicida desde gran altura y se arrepintiera de su decisión al darse cuenta, a mitad de camino en el vacío, de que nadie puede ayudarlo. Lo mismo pasa cuando se filma una película. Una vez que se empieza, ya nadie puede ayudarte. Uno tiene que superar sus miedos y llevar el proyecto a una conclusión.

Todos los que hacen películas deben ser atletas en cierto grado porque el cine no nace del pensamiento académico abstracto; nace de tus rodillas y de tus muslos. Y también deben estar dispuestos a trabajar veinticuatro horas diarias. Cualquiera que haya hecho una película -y la mayoría de los críticos jamás han estado detrás de una cámara- lo sabe. Yo también intento hacer personalmente la mayor parte de la preproducción -sobre todo la búsqueda de los escenarios naturales- cuando filmo una película. Soy experto en entender y leer cartografías y, munido de un buen mapa, no me resulta difícil imaginar dónde encontraré los paisajes y ambientes que busco. Por supuesto que es imposible hacer todo yo solo y por eso tengo un equipo de asistentes y productores muy eficaces y comprometidos con el trabajo. Pero aprendí, de la peor manera, que es fundamental saber por anticipado qué puede depararme un escenario natural. Durante el rodaje de una película siempre hay sorpresas, pero si hice bien mi tarea de preproducción necesariamente tendré una idea bastante acertada de lo que me depararán las próximas semanas. Siempre hay grandes fuerzas contrarias durante el rodaje de una película, pero si durante la preproducción compruebo que mis planes originales por algún motivo no son factibles, inmediatamente modifico la escena.

Más de una vez he dicho que me gusta llevar copias de mis películas. Pesan más de veinte kilos atadas todas juntas con una soga. No es una experiencia agradable cargar con semejante bulto, pero me encanta bajarlas del auto y llevarlas a una sala de proyección. Es un verdadero alivio sentir el peso y después quitárselo de encima: es la última etapa del acto visceral de filmar películas. Y jamás uso megáfono cuando dirijo; hablo tan alto como sea necesario para hacerme escuchar, pero siempre me cuido de no gritar. Tampoco utilizo visor y jamás señalo con el dedo.

Seguiré filmando películas siempre y cuando continúe siendo físicamente apto para hacerlo. Prefiero perder un ojo a perder una pierna. Para serle franco, si mañana perdiera una pierna dejaría de filmar aunque mi mente y mi vista continuaran estando en perfectas condiciones.

-Usted mencionó su amor por el salto de esquí y también comentó que había integrado un equipo de fútbol en Múnich. ¿Siempre tuvo esa fascinación por la actividad física?

-Toda mi vida estuve relacionado con el atletismo. Fui esquiador y jugador de fútbol hasta que sufrí un accidente grave. No obstante, cuando filmo una película, la gente siempre piensa que es producto de una idea académica abstracta sobre el desarrollo de la trama o de una teoría intelectual de cómo debería funcionar “la narración”. Cuando dirijo una película me siento como el entrenador de un equipo de fútbol que les ha suministrado tácticas a sus jugadores para llevar adelante el partido pero sabe que es vital que los jugadores reaccionen ante las situaciones inesperadas. Saber usar el espacio que me rodeaba era mi única cualidad como futbolista de vuelo bajo. Jugué para un equipo de tercera división durante años y anoté montones de goles, aunque técnicamente casi todos eran mucho más veloces y mejores jugadores que yo. Pero yo sabía leer el juego y casi siempre estaba en el lugar donde aterrizaba la pelota. Cuando pateaba no veía los dos postes y la barra horizontal, pero sabía dónde estaba el arco. Si me hubiera puesto a pensar seriamente en lo que estaba haciendo, mi juego se habría desbaratado en cuestión de segundos y la pelota habría sido bloqueada por cinco defensores. Es lo mismo que hacer películas. Cuando uno ve algo, no debe perder tiempo en deliberaciones estructurales. Debe tirarse de cabeza, físicamente, sin miedo.

Cuando filmo interiores, por ejemplo, siempre trabajo en estrecha cooperación con el escenógrafo y juntos movemos los objetos pesados si es necesario, por ejemplo empujamos el piano de un rincón a otro para ver si queda bien. Si nos parece que no queda bien, volvemos a moverlo. Reorganizar con mis propias manos el mobiliario de una habitación me otorga el conocimiento físico necesario para operar dentro de ese espacio. Este tipo de conocimiento -esta capacidad de orientación absoluta dentro de un espacio dado- ha decidido más de una batalla importante a mi favor. Para un director es vital conocer el espacio donde filmará, de modo que cuando lleguen los actores y el equipo técnico sepa exactamente qué lente utilizará en la toma y hacia dónde apuntará la cámara. Si resuelvo esas cosas por anticipado, luego puedo distribuir rápidamente a los actores frente a la cámara sin perder tiempo.

Hay una escena muy breve en El enigma de Kaspar Hauser , que fue filmada en un jardín al que le dedicamos seis meses de trabajo durante la etapa de preproducción. Antes de nuestra llegada era un sembrado de papas. Yo mismo planté allí frutillas y arvejas y flores, no sólo para lograr el aspecto de los jardines paisajísticos de la época sino para saber exactamente dónde estaba cada planta y cada hortaliza y poder moverme fluidamente por ese espacio cuando llegara el momento de filmar. O por ejemplo la escena de la muerte de Kaspar, en la que aparecen varias personas rodeando su cama. Hay un equilibrio perfecto en el espacio, es como un retablo humano, pero lo armamos en segundos sin tener una estética previamente planeada. Usted no lograría llenar ese espacio de una manera más eficaz ni aunque le diera tres días para mover a los actores de un lugar a otro a fin de encontrar una imagen más equilibrada. El resultado final fue producto de mi total e inmediato conocimiento físico del espacio donde filmábamos, de saber qué aspecto tenían los actores con sus ropas y dónde estaba parado exactamente cada uno, de saber dónde estaba la cámara y qué lente estábamos usando.  […]

LA HISTORIA DE FITZCARRALDO

-¿Cuál fue el punto de partida de la historia de Brian Sweeney, ese hombre que ama tanto a Caruso que quiere construir un teatro lírico en la selva e invitar al tenor mundialmente famoso a cantar en la noche de la inauguración?

-Dos cosas me estimularon a filmar esa película. La primera sucedió muchos años antes de que se me ocurriera la historia, mientras buscaba escenarios naturales para otra película en la costa de Bretaña. Una noche llegué a un lugar llamado Carnac y súbitamente me encontré en un inmenso campo de menhires clavados en la tierra, algunos de casi diez metros de altura y varias toneladas de peso. Kilómetros de menhires que avanzan en hileras paralelas hasta los cerros, deben ser unos cuatro mil. Pensé que estaba soñando, no podía creer lo que veían mis ojos. Compré una guía de turismo y allí leí que la ciencia aún no tiene una explicación clara de cómo fueron trasladados por tierra hasta ese lugar esos enormes bloques hace 8000 a 10.000 años ni tampoco de cómo hicieron para colocarlos en posición vertical contando sólo con las herramientas de la Edad de Piedra. Eso despertó mi interés y decidí que no me marcharía de allí hasta no haber descubierto un método para erigir las piedras con herramientas primitivas. Partamos del supuesto de que en aquellos tiempos el hombre sólo tenía cuerdas de cáñamo y taparrabos de cuero. […]

Entonces el mismo amigo que unos años atrás me había ayudado a conseguir dinero para Aguirre me dijo que deberíamos volver a filmar otra película en la selva. Yo le dije que no quería filmar una película en la selva por el mero hecho de filmar en la selva, que necesitaba una historia sólida. Y él me contó la historia real de José Fermín Fitzcarrald, un magnate del caucho de fines y comienzo de siglo fabulosamente rico en la vida real, un hombre que aparentemente tenía un ejército privado de 5000 soldados y un territorio del tamaño de Bélgica. Todo eso no alcanzaba para hacer una película, salvo por un detalle que mi amigo mencionó por casualidad: en cierta ocasión Fitzcarrald había desarmado un barco, lo había trasladado por tierra de un río a otro, y lo había vuelto a armar al llegar al tributario. Y ahí tenía mi historia: no una historia sobre el caucho sino una gran ópera en medio de la selva con ese componente de Sísifo. El Fitzcarrald real no es un personaje muy interesante per se , no es más que otro desagradable hombre de negocios del siglo XIX.

Y la historia de la explotación del caucho en Perú no me interesaba en lo más mínimo. El amor por la música de Fitzcarraldo fue idea mía, aunque es cierto que los magnates del caucho del siglo XIX construyeron un teatro lírico -el Teatro Amazonas- en Manaos. Los elementos históricos reales de la trama fueron solamente un punto de partida. En mi versión de los hechos, para conseguir dinero para construir un teatro lírico en la selva Fitzcarraldo lleva un barco hasta un río tributario y, con la ayuda de un millar de nativos, traslada el barco montaña arriba hasta un río paralelo flanqueado por millones de árboles del caucho pero inaccesible debido a los rápidos del Pongo das Mortes. Pensando en los menhires de Carnac, me pregunté: “¿Cómo hago para subir entero un inmenso barco de vapor por la cuesta de una montaña?”. Aunque la película transcurre en una geografía inventada, desde un principio supe que para poder contar esa historia tendríamos que trasladar un barco real cuesta arriba por una montaña de verdad. […]

 

Traducción: Teresa Arijón. Estos son algunos fragmentos publicados en La Nación el 3/10/14. Extraídos de https://cuencodeplata.wordpress.com

Hoy me desperté Mascherano que nunca, Higuain que todos los días. Me Lavezzi la cara, me puse las Zabaleta, me preparé el mate con unas hojitas de Romero. Elegí al azar una página de la Biglia que hablaba Dimaria y del Messias, Basanta palabra !!! Me puse mi gran saco Rojo, para salir y me pareció que tenía un Agüero en la manga, Garay que susto!!! No era nada. En la esquina estaba un Campagnaro querido que Andujar siempre en un Orion, nos desencontramos! Por teléfono le dije: te pedí que mes Perez ahí!!! Por suerte Rodriguez el del Maxikiosco, le hizo una seña y nos encontramos finalmente frente al Palacio. Mas tarde, café de por medio, le dije entre otras cosas: – Mirá.. no me Gago ante los alemanes… el domingo ganamos, Sabelaaa!!!!

Mascherano come con $6 por día
Mascherano se toca el codo con la lengua
Mascherano sabe quién fue primero… él puso los huevos
Mascherano sabe quién se tomo todo el vino
Mascherano le paga al chino con caramelos.
Mascherano le prueba las minas a Lavezzi.
Mascherano le dijo a Benedicto que le deje el trono a un argentino.
A Mascherano las tostadas no se le caen boca abajo
A Mascherano le regalan alfajores y nunca le tocan de fruta.
Mascherano sabe doblar la sábana con elástico.
Mascherano le pega con un diario en el hocico a Godzilla y lo manda a mear afuera.
Cuando Mascherano compra galletitas Variedad, le vienen todos pepitos, mini melba y ninguna boca de dama.
Mascherano no hace flexiones de brazos, empuja la Tierra
Mascherano no te recupera la Malvinas, te conquista Inglaterra.
Mascherano no dejaba que a Newton se le cayera la manzana
Mascherano SABE cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti, de dónde es y a que dedica el tiempo libre.
Mascherano te quita lo bailado.
Si mandamos a Mascherano a negociar con los fondos buitres trae vuelto.
Cuando Jesus iba a multiplicar los panes, aparecio Mascherano y dijo : «Tranquilos muchachos, traje facturas.»
Mascherano no le pregunta a la mujer «Qué te pasa?». Mascherano sabe.
Cuando Dios creó el mundo y al sexto día estaba cansado, Mascherano le dijo «Tomate mañana libre. Descansá que yo me encargo»
La heladera se pone las ojotas cuando Mascherano va a abrirla descalzo.
Macherano fue el instructor de MacGiver.
Mascherano le dice a Neymar «levantate y anda» y él se levanta de la silla de ruedas y se pone a hacer jueguitos con la pelota.
El perro de Mascherano colgó un cartel en la puerta que decía «Cuidado con el AMO»
Mascherano toca él timbre en las casas de los testigos de Jehová.
Los dinosaurios miraron mal una sola vez a Mascherano… después se extinguieron.
Freddy Krueger tiene pesadillas con Mascherano
Mascherano raspa un fósforo usado y se prende.
Cuando el cuco se porta mal, la mama le dice que va a llamar a Mascherano.
Masche le dice a Brasil «que se siente», y Brasil se sienta!!

Tranquilos nosotros

Encontré a mi amigo Varela –como habíamos acordado- en la esquina de Bulevar España y Juan Paullier. Le grité peladoooo desde el otro lado de los autos porque no se chiflar y me percaté de que tenía un animal cachorro entre sus brazos. La noche anterior, cuando llegué a casa mi mujer también tenía uno similar en los suyos. Por un instante mi cerebro asociativo se imaginó que era el mismo perro de caramelo, lo que no tenía ningún sentido salvo en mi cabeza microcósmizante. ¿Y eso? Le pregunté al acercarme, de la misma exacta manera que lo había hecho el día previo con Camila y aquel que resultó ser de una amiga. Este también era una bola de piel marrón con ojos claros, parecido a un Labrador bebé, un poco más oscuro que el otro. Mi amigo lo sujetaba con cariño paternal. Me enterneció. Le froté las manos por el hocico y comenté acerca del color de sus ojos de agua. Se lo acababa de quedar, gracias al ofrecimiento del portero del edificio del apartamento de su madre. El cachorro era recién llegado del campo, sin dueño, y había encontrado uno en el pianista de mi banda, hombre con dedos de tentáculo y emociones profundas, aunque a veces escondidas. En su día más trágico lo vi emborracharse para el velorio de su padre, el psicoanalista. Él lo cuidó en su vieja casa con biblioteca histórica de la calle Comercio, hasta que se dejó ir. En el funeral vomitó el piso, despidiéndose del cáncer atmosférico que ingirió durante aquellos meses. La comunidad psicoterapéutica presenció el acto en silencio mortuorio.

Pero este Varela del perro nuevo era un muchacho resurgido, ya años después, sosteniendo una criatura joven con amor, ansiando llevarla a su hogar para presentarla a su mujer, quien –en sus palabras-deseaba la mascota más que el mismo, y no imaginaba la sorpresa. Pero antes teníamos que acudir a un compromiso inposponible: un partido de futbol 5, a 6 cuadras de ahí, y hasta ese campo de juego trasladó el bicho en brazos, recibiendo alabanzas de tres mujeres que cayeron rendidas a la gracia del perrito. Durante el trayecto pensó en posibles nombres. Capo y Macana eran los que tenía en mente hasta ese momento. A mí no se me ocurrió nada. Atravieso una de mis fases insulsas, de especia seca. Le hubiera pedido perdón por mi falta de ocurrencia, pero hasta esa intención se me extravió el fin de semana.

Cuando llegamos a la cancha le pedimos al canchero si podía cuidarlo mientras se jugara el match. Bueno, si yo estaba seco, este humano se encontraba directamente marchito. Dijo tener muchas cosas para hacer, y se mantuvo mirando hacia la pantalla. Gil. Salimos a la calle puteando, todavía faltaban 5 minutos y el resto de los jugadores no se había presentado. Enseguida encontramos a dos niñas de unos 10 años, con uniforme de gimnasia del colegio al que Varela acudió de chico. El Latinoamericano. Vinieron directo, enloquecidas. Salían de su casa e iban camino a los mandados con su madre que quedó quieta, presenciando los mimos. Les pregunté de inmediato si podían cuidarlo mientras jugábamos, lo hice con la determinación que traje de mi último viaje por Estados Unidos, cuando decidí que las cosas hay que decirlas. A veces me resulta, otras me olvido y sigo tímido. La respuesta SI de las gurisas fue inmediata. La madre desconfió un poco al principio, pero accedió después de que le ofrecí mi celular como seguro. Aunque no fue eso lo que la hizo aceptar sino nuestras caras de honestos, estoy seguro. Sé que hay gente que piensa mal de mi grupo de amigos y yo, pero en el fondo sabemos que estamos parados del lado del bien. Y soy capaz de pelear por eso. Ahí quedó la familia femenina, enloquecida con su adquisición por una hora. Una pelota peluda que camina como un juguete, mira con el alma y tiene espinitas por dientes. }}

Volvimos al club mansos. Jugamos un partido que no amerita ser mencionado. A la salida yo traía una nube de derrotado sobre mi cabeza que se fue extinguiendo con los minutos. V tocó timbre en el 101 del pequeño edificio común. Bajaron algo tristes, ya que probablemente soñaron con que no nos presentaríamos. En el ínterin lo habían llevado hasta su veterinario y hecho las averiguaciones pertinentes acerca de la salud de un cachorro con un mes de vida. Le sugirieron a mi amigo que lo desparasitara cuanto antes. Lo acariciaron por última vez, dieron la media vuelta y emprendieron camino hacia la escalera. La madre nos agradeció y explicó que un mes atrás habían perdido a su vieja mascota, un siberiano de diez años al que extrañaban tanto. Lo sentimos mucho, porque los perros duran menos que nosotros y cuando se hacen querer son como nobles joyas de los días. Horas más tarde el de Varela pasó a llamarse como en la canción de Eduardo Mateo: uh que Macana, uh, que te vayas.

La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que yo no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita -pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo es que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de esas veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio.
Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.) En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me dio gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda. Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.