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Abuso

Naa nga gunaa yu ni guchezalu’ ne bisaananeu’ xpiidxilu’
Yanna caguiibelade’ ti che’ dxiibi
Cusiaya’ xtuuba’ guie’ xiñá’
ni biaana lu ziña yaa sti daa
Ma cadi dxapahuiini’ mudu di naa
xa ni cabeza guendandá dxi ra na’ xpa’du’
nga nuxhele laa
Zineu’ guie’ stine’
¡Dxu! ¡beenda!
Qui ñalu naa bichuugulu’ guie’
Ca yagana’ qui ñanda nucueezaca’ lii
Nisaguié ruuna lua’ qui zugaanda
cu’ gudxa layú
ne guni guiele’ sti bieque guie’ stine’

Soy la mujer tierra que rasgaste para depositar tu semilla
Lavo mi cuerpo para ahuyentar el miedo
Limpio las huellas de pétalos rojos
sobre la tierna palma del petate
No soy más la niña capullo
que esperaba el día en que las manos de su amado
la hicieran florecer
Te llevaste mi flor
¡Soldado!
Sin piedad la arrancaste
Mis ramas no tuvieron fuerzas para detenerte
La lluvia de mis ojos no será suficiente
para humedecer el suelo
y hacer que mi flor renazca

Esos pequeños seres

En un país que amaba ya estará anocheciendo.

Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.

Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.

Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!

Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha guardado?

Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.

Leido por ella…

Incendios

Siempre hubo pobres, decimos. Siempre hubo
campamentos de refugiados, huérfanos, viejos, hombres
y mujeres y niños que se caen cuando llegan, por imprudencia
o pura mala suerte, al fin del mundo conocido, ese mundo
plano, sostenido sobre el caparazón de las tortugas,
sobre el lomo de los elefantes, el mundo que tiene un sol que gira
exclusivamente alrededor de él, para que obtengan
calor los que merezcan el calor y los demás
mueran de frío. No importa si es absurda,
si es horrible, la lógica del amo; los esclavos
la recibimos el mismo día del nacimiento
y la aplaudimos: si ganamos el favor del que decide
sobre la vida y la muerte, quizás también ganemos
la palmada en el cuero castigado, o hasta la fantasía
de ser él, de descargar la ira sobre otro
menos favorecido. Qué hicimos con la ira, qué hicimos
con el ansia rabiosa de justicia que nos crecía
como un río temible. Están dormidas
todas las fuerzas que nos defenderían del latigazo
que alguien soltó al aire
para que caiga sobre los cuerpos desvalidos. La infancia
es un cuchillo en la garganta al que es difícil
arrancar sin arrancar con él la vida. Yo crecí
dormida, una fiera mansa, anestesiada, que no respira
ni está muerta, está en un limbo. Quién es capaz de hablar
con las cuerdas vocales amenazadas por un filo
que se activa ante el menor movimiento, quién podría
decir no quiero esto, no quiero una amenaza
de por vida. El silencio es a veces la forma
en que un poder tremendo anida
en el lugar menos pensado. Todo seguirá igual:
el curso de las cosas, la injusticia, que es el orden
del mundo, nos circundará como si fuera nuestra madre,
tan hermosa su arbitrariedad que la admiramos,
nos quedamos conmovidos ante el modo implacable
y certero en que destroza a algunos y a otros
los bendice. Qué tenemos entonces,
qué sabemos. Entre las cosas
de las que estamos convencidos,
una sola es cierta, incontestable. El movimiento
que no cesa. Eso sabemos:
todo va a continuar su ciclo de fealdad
y violencia. Todo
va a seguir sucediendo de la misma manera,
hasta que no.

La luz de la luna

«y cuando hablamos
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos»

(Audre Lorde)

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Hay quienes no formamos parte de la especie más que como el error, la anomalía que confirma la precisión
y el equilibrio de las cosas. Como las crías enfermas,
defectuosas, que las perras apartan alzándolas del cuello con la boca,
no se espera de nosotros ninguna fortaleza ni coraje. La mayoría de las veces no hace falta matarnos: el cuerpo vaciado del amor
y del deseo de los otros pasa rápido. Una mancha en el cielo
que pocos llegan a ver antes de que se apague a miles de años luz, sin poder hacer contacto con la tierra,
sin que nadie la extrañe. Pero a veces, contra todas las probabilidades, una raíz crece desaforada, sostenida en el aire hasta clavarse en la materia,
arrastrada por un deseo salvaje, por el empuje de la vida que resiste aunque sepa que en ese esfuerzo descomunal corre el riesgo de –finalmente- quebrarse. Dejá
que tu cabeza descanse en mis manos, me dijiste, prometo
no soltarte. Y yo, que lo único que sabía era que había que escapar del amor como quien escapa
de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar
más vulnerable, me quedé
sin embargo en ese abrazo y fui curado de las enfermedades de los otros, de lo que hicieron conmigo
para salvarse. No hizo falta que nadie más me tocara. Un cuerpo
sostenido en otro cuerpo se vuelve una casa.