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Robar

Uno de los libros más entrañables de mi biblioteca había desaparecido. Llevaba semanas buscándolo. Apenas tenía un poco de tiempo revisaba mis estantes y siempre me quedaba la duda de si había buscado bien. Cada vez me llevaba una sorpresa: libros que había olvidado que tenía, otros cuya existencia ignoraba, otros más que hallaba fuera de lugar. Tal vez no encontrar el libro perdido era sólo una artimaña para seguir con esas pesquisas que se estaban volviendo un vicio. Así, para acabar con ellas, le hablé a uno de mis mejores amigos, que siempre encuentra todo, para que buscara el libro por mí. Cuando llegó a mi casa me pidió que me fuera. Si estás tú no puedo concentrarme, dijo. Fui al cine y cuando regresé él ya no estaba, pero había dejado el libro perdido sobre la mesita del teléfono. Lo llamé para darle las gracias y preguntarle dónde lo había encontrado. Contestó que en el segundo librero. Siendo ése su lugar de costumbre me pregunté cómo era posible que no lo hubiera visto. Mientras daba vueltas en la cama sin poder cerrar el ojo intuí la verdad, encendí la luz y volví a llamarlo. Contestó con voz de angustia y le pregunté en qué estante del segundo librero lo había encontrado. Medio dormido balbuceó que no se acordaba, pero yo insistí, lo acosé a preguntas, y acabó por confesar que unos meses atrás lo había sustraído de mi biblioteca sin avisarme. Si pido prestado un libro no lo puedo leer: tengo que llevármelo, explicó. Le pregunté si se había «llevado» otros y dijo que sí, una docena durante el último año y me los había devuelto todos sin que yo me diera cuenta. Le pregunté qué libros eran y me dijo que no se acordaba bien, porque hacía lo mismo con los libros de todos sus amigos. Me gusta llevármelos, pero los devuelvo sin falta, dijo con vergüenza. Sí, los devuelves a los estantes equivocados y seguramente también al dueño equivocado, dije yo, y colgué. Fui a mi estudio y me pregunté cuántos libros habría allí que no eran míos. Mis latidos habían aumentado de la emoción, puse agua para café e inicié la pesquisa.

Fabio Morabito, en El idioma materno

A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más. Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.

 

Fabio Morábito, en El idioma materno