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Felicidad

La voz humana

Era de noche. Volvía de la plaza de Mayo, donde había estado trabajando durante una manifestación, y me metí en el metro. Caminé por un pasillo azulejado y, cuando doblé por otro, me llegó por la espalda una voz que cantaba. Fue como si me hubieran golpeado los pulmones. Me detuve en seco. ¿De qué estaba hecha esa cosa? Parecía una materia formada por partículas de nieve y chispas de fuego y huesos de animales preciosos, con capacidades químicas para producir la alteración y la locura. La voz cantaba una canción machacona y sensiblera de Marco Antonio Solís y, cuando llegó al estribillo —«no hay nada más difícil que vivir sin ti»—, sentí que me asfixiaba. Regresé sobre mis pasos y miré. Vi, sentado en el piso, a un hombre ciego tocando la guitarra y, a su lado, a un chico de unos diez años. De él brotaba esa voz cargada de un dolor sulfúrico, llena de pasado, que me hundía un espolón de fuego en la garganta. Y, mientras hacía eso —mientras me hacía eso—, el chico, Dios mío, jugaba, sin levantar la vista, al Candy Crush. Era como ver a Mozart tocando el piano y revolviendo, a la vez, una olla sobre el fuego. Voyeur invencible, me quedé mirándolo. Me dejé enardecer, detenida en mi aleph de éxtasis, y el chico cantó esa canción una, dos, tres veces, sin dejar de jugar, sin levantar la vista, mientras yo, con la espalda contra la pared, me sentía cruda y poderosa, contemplando la vida de los muertos y la muerte de los vivos y viendo abrirse, ante mí, las puertas del entendimiento. ¿Si hablé con él, si me preocupa su destino? Qué preguntas tan obvias. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de aquel pasaje de William B. Yeats: «tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendito y pude bendecir». Tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendita y pude bendecir. Y eso duró cinco minutos que, como todo el mundo sabe, es lo que dura la felicidad.

Leila Guerriero, en Teoría de la gravedad

Torso de aire
Supongamos que sí cambias tu vida.
Y el cuerpo es más
que una porción de la noche, sellada
con moretones. Supongamos que despiertas
y encuentras tu sombra reemplazada
por un lobo negro. El chico, hermoso
y perdido. Entonces llevabas el cuchillo
a la pared. Escarbas y escarbas
hasta que encuentras una moneda de luz
y puedes asomarte, por fin,
a la felicidad. El ojo
te mira de vuelta desde el otro lado,
esperando.

Bajo el cielo nacido tras la lluvia
Bajo el cielo nacido tras la lluvia
escucho un leve deslizarse de remos en el agua,
mientras pienso que la felicidad
no es sino un leve deslizarse de remos en el agua.
O quizás no sea sino la luz de un pequeño barco,
esa luz que aparece y desaparece
en el oscuro oleaje de los años
lentos como una cena tras un entierro.

O la luz de una casa hallada tras la colina
cuando ya creíamos que no quedaba sino andar y andar.

O el espacio del silencio
entre mi voz y la voz de alguien
revelándome el verdadero nombre de las cosas
con sólo nombrarlas: “álamos”, “tejados”.
La distancia entre el tintineo del cencerro
en el cuello de la oveja al amanecer
y el ruido de una puerta cerrándose tras una fiesta.
El espacio entre el grito del ave herida en el pantano,
y las alas plegadas de una mariposa
sobre la cumbre de la loma barrida por el viento.

Eso fue la felicidad:
dibujar en la escarcha figuras sin sentido
sabiendo que no durarían nada,
cortar una rama de pino
para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda,
atrapar una plumilla de cardo
para detener la huída de toda una estación.

Así era la felicidad:
breve como el sueño del aromo derribado,
o el baile de la solterona loca frente al espejo roto.
Pero no importa que los días felices sean breves
como el viaje de la estrella desprendida del cielo,
pues siempre podremos reunir sus recuerdos,
así como el niño castigado en el patio
encuentra guijarros para formar brillantes ejércitos.
Pues siempre podremos estar en un día que no es ayer ni mañana,
mirando el cielo nacido tras la lluvia
y escuchando a lo lejos
un leve deslizarse de remos en el agua.

 

 
En Los Dominios Perdidos, Jorge Teillier

Tengo una amiga llamada Azaléia, a la que simplemente le gusta vivir. Vivir sin adjetivos. Está muy enferma del cuerpo, pero sus risas son claras y constantes. Su vida es difícil, pero es suya.
Un día me dijo que cada persona tenía en su mundo siete maravillas. ¿Cuáles? Dependía de la persona.
Entonces resolvió clasificar las siete maravillas de su mundo.
Primera: haber nacido. Haber nacido es un don, existir, digo yo, es un milagro.
Segunda: sus cinco sentidos, que incluyen el sexto en gran dosis. Con ellos toca y siente y oye y se comunica y tiene placer y experimenta el dolor.
Tercera: su capacidad de amar. A través de esa capacidad, menos común de lo que se piensa, siempre está repleta de amor por algunos y por muchos, lo que le ensancha el pecho.
Cuarta: su intuición. La intuición le acerca lo que el raciocinio no toca y que los sentidos no perciben.
Quinta: su inteligencia. Se considera una privilegiada por entender. Su raciocinio es agudo y eficaz.
Sexta: la armonía. La consiguió a través de sus esfuerzos, y realmente toda ella es armoniosa, en relación con el mundo en general y con su propio mundo.
Séptima: la muerte. Ella cree, teosóficamente, que después de la muerte el alma se encarna en otro cuerpo y todo comienza de nuevo, con la alegría de las siete maravillas renovadas.

 

Clarice Lispector, en Descubrimientos

Trepado al naranjo un día de llovizna
mientras mi bolso arquea la rama,
mi abrigo se cubre de pequeñísimas gotas;
debo estar loco de no saber agradecer.

La vida es un árbol que se carga de frutos,
sólo que no hay por qué esperar un día de sol,
sólo que nada hay que esperar sino la vida
corriendo como un viento entre las hojas.

Trepado al naranjo mi bolso arquea la rama,
con esta carga será -pienso- difícil bajar,
mientras tanto prosigo cortando naranjas
entre espinas y gotas de lluvia.

Roberto Malatesta, Flores bajo la lluvia, Ediciones del Dock