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Extrañamiento del lenguaje

A veces me encantaría no decir nada y solo hacer un listado de palabras que ocupen el tiempo. Un listado con mis palabras favoritas:

Lombote

Lonja

Ponchada

Refucilo

Orear

Fajinar

Tupido

Revienta

Pando

Picaflor

Chilcal

Chinela

El verbo achuzar

El adjetivo chuzo

Chanfleado, aunque no sé si chanfleado es una palabra que se use en todos lados o solo en Cabrera.

Palabras para mirar. Eso y nada más.

A veces solo quiero quedarme callado. No hablar. No escribir. No hacer nada, por mucho tiempo.

Una palabra no doma el cuerpo.

Ninguna palabra doma la pena. Ninguna palabra la espanta.

Ninguna palabra la logra decir de verdad.

Federico Falco, en Los llanos

En África, el impudor del cuerpo era magnífico. Creaba distancia, profundidad, multiplicaba las sensaciones, tejía una red humana alrededor de mí. Armonizaba con el país ibo, con el trazado del río Aiya, con las chozas del pueblo, sus techos color leonado, sus paredes color tierra. Brillaba en esos nombres que entraban en mí y que significaban más que nombres de lugares: Ogoja, Abakaliki, Enugu, Obudu, Baterik, Ogrude, Obubra. Impregnaba la muralla de la selva lluviosa que nos rodeaba por todas partes.

Cuando se es niño no se usan palabras (y las palabras no están usadas). En esa época estaba muy lejos de los adjetivos, de los sustantivos. No podía decir, ni siquiera pensar: admirable, inmenso, potente. Pero era capaz de sentirlos. Hasta qué punto los árboles de troncos rectilíneos se alzaban hacia la bóveda nocturna cerrada encima de mí, que abrigaba como en un túnel la brecha ensangrentada de la ruta de laterita que iba de Ogoja hacia Obudu, hasta qué punto en los claros de los pueblos sentía los cuerpos desnudos, brillantes de sudor, las siluetas anchas de las mujeres, los niños colgados de sus caderas, todo esto que formaba un conjunto coherente, desprovisto de mentira.

Me acuerdo muy bien de la entrada en Obudu: la ruta salió de la sombra de la selva y entró recta en el pueblo, a pleno sol. Mi padre detuvo su auto, con mi madre debieron hablarles a los oficiales. Estaba solo en medio de la multitud y no tenía miedo. Las manos me tocaban, pasaban por mis brazos, por mis cabellos alrededor del borde de mi sombrero. Entre los que se amontonaban alrededor de mí, había una mujer vieja, en fin, no sabía si era vieja. Supongo que lo primero que noté fue su edad, porque era diferente de los niños desnudos y de los hombres y mujeres vestidos más o menos a la occidental que vi en Ogoja. Cuando mi madre volvió (tal vez vagamente inquieta por ese gentío), le mostré a esa mujer: «¿Qué tiene? ¿Está enferma?». Recuerdo esa pregunta que le hice a mi madre. El cuerpo desnudo de esa mujer, lleno de pliegues, de arrugas, su piel como un odre desinflado, sus senos alargados y fláccidos que colgaban sobre el vientre, su piel resquebrajada, opaca, un poco gris, todo me pareció extraño y al mismo tiempo verdadero. ¿Cómo hubiera podido imaginar que esa mujer era mi abuela? Y no sentí horror ni piedad, sino, por el contrario, amor e interés, los que suscitan la vista de la verdad, de la realidad vivida. Sólo recuerdo esta pregunta: «¿Está enferma?». Todavía hoy me quema extrañamente como si el tiempo no hubiera pasado. Y no la respuesta -sin duda tranquilizadora, tal vez un poco molesta- de mi madre: «No, no está enferma, es vieja, eso es todo». La vejez, sin duda más chocante para un niño en el cuerpo de una mujer, ya que todavía, ya que siempre, en Europa, en Francia, país de fajas y polleras, de corpiños y combinaciones, las mujeres por lo común están exentas de la enfermedad de la edad.

Todavía siento el rubor en mis mejillas que acompañó esa pregunta ingenua y la respuesta brutal de mi madre, como una cachetada. Todo ha permanecido en mí sin respuesta. La pregunta no era sin duda: ¿Por qué esta mujer se ha vuelto así, gastada y deformada por la vejez?, sino: ¿Por qué me han mentido? ¿Por qué me han ocultado esta verdad?

 

Jean-Marie Le Clezio, en El africano

MADAME: ¡Querida, querida felpita! ¡Pero cuántos agujeros, cuántas galletas hace que no tenía el plantel de azucararla!
MADAME DE PERLAMININA (muy afectada): ¡Ay, querida! ¡Yo misma estaba muy, muy vidriosa! Mis tres cangrejos más chicos tuvieron la limonada, uno tras otro. Durante todo el comienzo del corsario no hice más que anidar molinos, correr a lo del ludión o el taburete, pasé pozos vigilando su carburo y dándoles pinzas y monzones. En resumen, no tuve ni un minino para mí.
MADAME: ¡Pobre querida! ¡Y yo que no me rascaba de nada!
MADAME DE PERLAMININA: ¡Mucho mejor! ¡Me aligero! ¡Bien merece usted untar, después de las gomas que ha quemado! ¡Empuje pues: desde el bofe de sapo hasta mediados de bollo no se la ha visto ni en el «Waterproof» ni bajo las alpacas del bosque de Migraña! ¡Debía de estar usted verdaderamente enjuagada!
MADAME (suspirando): ¡Es cierto! ¡Ah… qué cereza! No puedo descordarla sin subir.
MADAME DE PERLAMININA (en tono confidencial): Entonces, ¿todavía nada de garrapiñadas?
MADAME: Ninguna.
MADAME DE PERLAMININA: ¿Ni siquiera un grano de garlopín?
MADAME: ¡Ni uno! ¡Jamás se dignó a repicarme, desde el oleaje en que me rayó!
MADAME DE PERLAMININA: ¡Qué inflador! ¡Pero habría que rascarle las brasas!
MADAME: Es lo que hice. Le rasqué cuatro o cinco, quizá seis en unos pocos bofes, y nunca se deshollinó.
MADAME DE PERLAMININA: ¡Pobre querida tisanita! (Soñadora y tentadora). ¡Si yo fuese usted, me buscaría otro farolito!
MADAME: ¡Imposible! ¡Se ve que usted no lo comparece! Ejerce sobre mí un terrible pañuelo. Soy su mosca, su mitón, su rasqueta; él es mi junquillo, mi flautín. Sin él no puedo ni arrinconar ni gañir. ¡Nunca lo rizaría! (Cambiando de tono). Pero estoy removiendo, ¿flotará usted algo, una ampolla de zulú, dos dedos de bingo?
MADAME DE PERLAMININA: Gracias, con gran licor.
MADAME (hace sonar una y otra vez la campanilla, en vano. Se levanta y llama): ¡Irma! ¡Irma, a ver! ¡Oh, esta macana! Es curva como un tronco… Perdóneme, tengo que ir al tintero a disfrazar esta pantufla. Vulnero en un minino.

 

Jean Tardieu, citado por Michel Foucault en La gran extranjera

La dinastía T’ang gobernó el imperio de la China entre el 618 y el 906. En esos años, se desarrolló un nuevo sistema burocrático. Los T’ang ampliaron el sistema de exámenes que existía para evaluar a los funcionarios. Hasta ese momento era indispensable la erudición. La emperatriz Wu estableció que la poesía también fuera un requisito esencial para ingresar a la administración pública. En la ciudad de Ch’ang-an vivieron durante casi tres siglos extraordinarios poetas que se desempeñaban como empleados nacionales. Allá por el año 800, empezaron a ponerse de moda unos paralelismos y artificios formales que llegaron a ser más importantes que el significado. Los académicos hicieron una distinción entre la escritura práctica llamada pi y el lenguaje literario o wen, que estaba lleno de firuletes. Las obras de Confucio y del célebre historiador Ssu-ma Ch’ien eran pi. Las de los jóvenes poetas eran inevitablemente wen. Algunos funcionarios conservadores reaccionaron y un gobernador fue castigado por escribir informes en el nuevo estilo. A pesar de las objeciones de los eruditos confucianos, el estilo wen prevaleció. El significado de los textos administrativos empezó a resultar cada vez más oscuro. En 1935, el periodista francés Jules Garnier tuvo la ocurrencia de escribir en estilo wen la actual frase «Prohibido estacionar durante las 24 hs». Que nada se detenga nunca. Las horas, los vientos, las pasiones no estarán mañana donde están hoy. El viajero vuelve al aposento donde quedó su amada pero su amada ya se ha ido y el aposento también. El antropólogo Herbert Chorley hizo lo mismo con «Prohibido escupir en el suelo». De los portones del alma, de la morada del beso del manantial del lenguaje absténganse de salir ofensas líquidas a la dignidad horizontal que nos sostiene, manga de chanchos.

Alejandro Dolina, en Bar del infierno

«Los alfabetos existen
la lluvia de los alfabetos
la lluvia que se cuela
la gracia, la luz
interespacios y formas
de las estrellas, de las piedras

el curso de los ríos
y las emociones del espíritu

las huellas de los animales
sus calles y caminos

la construcción de nidos
consuelo de los hombres

luz diurna en el aire
los signos del cernícalo

comunión del sol y del ojo
en el color

la manzanilla silvestre
en el umbral de las casas

el montón de nieve, el viento
la esquina de la casa, el gorrión

escribo como el viento
que escribe con la escritura
serena de las nubes

o rápidamente en el cielo
como con golondrinas
en trazos que desaparecen
escribo como el viento
que escribe en el agua
estilizada y monótonamente

o rueda con el pesado alfabeto
de las olas
sus hilos de espuma
escribo en el aire
como escriben las plantas
con tallos y hojas

o dando vueltas como con flores
en círculos y mechones
con puntos e hilos

escribo como el borde de la playa
escribe una orla
de crustáceos y algas

o delicadamente como con nácar
los pies de la estrella de mar
y la baba del mejillón

escribo como la primavera
temprana que escribe
el alfabeto común
de anémonas, de hayas
de violetas y de acederillas

escribo como el verano
infantil como el trueno
sobre las cúpulas de la linde del bosque
como blanco oro cuando maduran
el relámpago y el campo de trigo

escribo como un otoño
marcado por la muerte escribo
como esperanzas inquietas
como tormentas de luz
atravesando recuerdos brumosos

escribo como el invierno
escribo como la nieve
y el hielo y el frío
y la oscuridad y la muerte
escriben

escribo como el corazón
que late escribo
el silencio del esqueleto
y de las uñas y de los dientes
del pelo y del cráneo

escribo como el corazón
que late escribo
el susurro de las manos
de los pies, de los labios
de la piel y del sexo

escribo como el corazón
que late escribo
los sonidos de los pulmones
de los músculos
del rostro, del cerebro
y de los nervios

escribo como el corazón
el corazón que late
los gritos de la sangre y de las células
de las visiones, del llanto
y de la lengua. »

 

 

 

Fragmento

FISIOLOGÍA

«El ritmo del poema es un pulso, un sistema nervioso armado con el lenguaje. Es movimiento y, como tal, una dinámica; el tono, en cambio, es una química, una densidad que permea las palabras, un aire, una atmósfera: un vapor o un fluido. El poema realizado logra crear un enlace muy difícil de modificar sin que se lo destruya. El ritmo es esa línea temporal que recorre su escritura cristalizada y que la lectura reproduce. El tono es la densidad de ese tempo. Tono y ritmo se asocian a una oscuridad inicial del poema que persiste en su realización»

[«Surfear en el oleaje del verso libre», Alicia Genovese]