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Mirar

Conocí la biblioteca de mi amigo Álvaro hace cinco años, y fue decepcionante, porque estaba llena de libros malos. Por entonces hablábamos casi solamente de libros y nuestros diálogos tenían ese encanto de lo tentativo, de lo incompleto. No era necesario ir demasiado lejos para entendernos: decíamos que una novela era buena o aburrida pero no elaborábamos los juicios, simplemente disfrutábamos de la complicidad.

Pensaba encontrar en las estanterías de su casa libros que yo también amaba, o los desconocidos nombres de unos escritores sorprendentes, y en cambio me topé con puros autores que conocía y que me interesaban menos que poco. No es que inspeccionara la biblioteca realmente, eso siempre me ha parecido de mala educación. Es cierto, el hecho de que los libros estén en el living nos autoriza a mirarlos, pero es mejor empezar de reojo, con prudencia, sin ansiedad.

Dos semanas después Álvaro me invitó de nuevo y esta vez me mostró una pieza muy pequeña en el patio, que era el estudio donde él se encerraba a leer y a escribir. Calculé que en las repisas había unos sesenta u ochenta libros, que por supuesto eran los que le importaban. Me sentí orgulloso de ver mis escasas novelas y hasta mi antiguo libro de poesía colmando la letra zeta (inexplicablemente a mi amigo no le gustan ni Raúl Zurita ni Stefan Zweig).

Luego supe que en otros rincones de la casa también había libros, y que de todos esos puntos el peor, literariamente hablando, era el living. Se supone que lo que pones en el living te representa, le dije, y la respuesta de Álvaro fue maravillosamente vaga: ahhhh. Pero después entendí que había pensado largo en el asunto. Le desagradaba la costumbre de poner los libros en el living, pero no tenía más espacio disponible, y después de ensayar varias opciones había llegado a esa, que entre otros méritos tenía el de favorecer los préstamos, porque no tenía problemas en prestar esos libros; los demás, los que estaban en su pequeño estudio o en su cuarto, no quería compartirlos con nadie.

Mi amigo todavía sigue con ese sistema, que con el tiempo se ha vuelto bastante más complejo: a tono con los cambios en los gustos o en el humor de su propietario, un título puede pasar del estudio a la pieza, y luego de la pieza al living, y de ahí a la calle, porque cada tanto se deshace de un montón de libros. Lo que me parece más extraño es que discrimina incluso en el interior de una misma obra, por lo que las novelas de alguien pueden estar en el estudio, sus poemas en el dormitorio y los ensayos en el living. La división no es por género literario, en todo caso, como prueba el hecho, por lo demás natural, de que haya novelas de César Aira distribuidas por toda la casa.

Cuando voy donde Álvaro me invade el fatalismo y pienso que voy perdiendo terreno, que mis días en el estudio están contados. Al descubrir que sigo solitario en la letra zeta me invade una cierta felicidad, que sin embargo dura poco, porque entonces viene el miedo de que todo sea una farsa, y la verdad es que imagino perfectamente a mi amigo cambiando apresurado mis libros de lugar cada vez que toco el timbre.

Alejandro Zambra, en No leer

Siempre me imaginé la poesía como un territorio. Mejor aún, una isla. Es como si fuera una reserva, adonde todos podríamos recurrir cuando haya escasez de sentimientos en el mundo, e incluso de pensamientos. El mar circundante sería el pensamiento, la historia, la pintura o el paisaje.

Lo que importa son las palabras, el lenguaje. Un barco, una canoa, alguna embarcación que sirva para rodear esa isla reservada, patrullarla, desembarcar. Las palabras usadas para enfrentar los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También hay belleza. La poesía no sirve para quejarse.

Nos rodea un paisaje. ¿Lo vemos? La poesía nos ayuda: ver para afuera, pero también para adentro. Gracias a ella muchas cosas que vi quedaron dentro de mí. Escenas, caras, una sequoia de Berkeley cuya copa, hasta hoy, me acerca al cielo. En los peores momentos. Una escalera.

La poesía crece cuando la historia es adversa a la humanidad. Masacres, campos de concentración, regímenes totalitarios le dan más sentido. Ahí se ve que es una reserva, palabras que estaban allí, a mano, para consolar de lo inconsolable.

La poesía no sirve para nada. Ese es su mayor valor. Si tiene alguna razón oculta, algún designio, el propósito de convencer, se transforma en panfleto.

El protagonista es el lenguaje, eso que nos une y nos separa. Animales parlantes, pensantes. La poesía también es pensamiento.

Hay un poeta, Robert Hass, que dice que la poesía es una historia familiar. Se advierte en todas las tragedias griegas, en Homero, incluso en la Biblia misma. Siempre hay eso que nos vuelve humanos, la historia de familia. Y el lenguaje. Una cría de elefanta, si es hembra, vive al menos cincuenta años con su madre, la matriarca. Pero no lo puede contar, no puede dejarlo escrito.

Por eso me gustan tanto los poemas de animales: es como prestarles voz, tratando siempre, pese a Platón (el poeta es un fingidor, Pessoa), de decir la verdad. Me gusta creer que tienen seres humanos en su interior, con sus duras almitas, su disciplina, su perverso rigor.

La poesía constante a lo largo de una vida convierte la apariencia en realidad, desenmascara. O eso o el abandono, la honestidad de dejar de escribir, dejar de repetir, repetir, repetir.

De El árbol de palabras (Bajo la Luna, 2018)

tomado de https://pajaroslanzallamas.blogspot.com/2019/11/mirta-rosenberg-mi-oficio.html

No era necesario…

No era necesario mirar el cielo ni las ramas.
Aquí te vi, en la tierra pura, en la tierra desnuda.
Aquí te vi, espíritu primaveral, danzar o arder serenamente como la alegría sin nombre,
transparencia imposible de una dicha flotante sobre el polvo.

Aquí te vi, niña fantasmal de velos diáfanos, en el mediodía inexistente.
No era necesario mirar el cielo ni las ramas.

La luna de la tarde nadie la mira, y ése es el momento en que más necesitaría de nuestro interés puesto que su existencia está todavía en veremos. Es una sombra blanquecina que aflora del azul intenso del cielo, colmado de luz solar; ¿quién nos asegura que se las ingeniará también esta vez para cobrar forma y esplendor? Es tan frágil y pálida y tenue; sólo en un lado comienza a adquirir un contorno neto como el arco de una hoz, y el resto está aún todo embebido de celeste. Es como un hostia transparente, o una pastilla medio disuelta; sólo que aquí el círculo blanco no se va deshaciendo sino condensando, agregándose a expensas de las manchas y sombras grisazules que no se entiende si pertenecen a la geografía lunar o si son rebabas del cielo que todavía tiñen el satélite poroso como una esponja.

En esta fase el cielo es todavía algo muy compacto y concreto y no se puede saber con certeza si es de su superficie tensa e ininterrumpida que se va separando esa forma redonda y blanquecina, de una consistencia apenas más sólida que las nubes, o si al contrario, se trata de una corrosión del tejido del fondo, una desmalladura de la cúpula, una brecha que se abre a la nada de atrás. La incertidumbre es acentuada por la irregularidad de la figura que por una parte está adquiriendo relieve (donde más le llegan los rayos del sol poniente), por la otra se demora en una especie de penumbra. Y como el confín entre las dos zonas no es neto, el efecto resultante no es el de un sólido visto en perspectiva sino más bien el de una de esas figurillas de las lunas de calendario, en las que un perfil blanco se destaca dentro de un pequeño círculo oscuro. A esto no habría nada que objetar si se tratase de una luna en el primer cuarto y no de una luna llena o casi. Así se va en realidad revelando, a medida que su contraste con el cielo se refuerza y su circunferencia se dibuja más netamente, con apenas algunas abolladuras en el borde de levante.

Es preciso decir que el azul del cielo ha virado sucesivamente al pervinca, al violeta (los rayos del sol se han vuelto rojos), después al ceniciento y el pardo, y cada vez el blancor de la luna ha recibido un empujón para decidirlo a salir y en su interior la parte más luminosa ha ganado extensión hasta cubrir todo el disco. Es como si las fases por las que la luna pasa en un mes fueran recorridas de nuevo en el interior de esta luna llena o luna gibosa, en las horas entre su salida y su ocaso, con la diferencia de que la forma redonda queda más o menos toda a la vista. En medio del círculo las manchas se mantienen, e incluso su claroscuro se vuelve más contrastado en relación con la luminosidad del resto, pero ahora no hay duda de que la luna las lleva como magulladuras o equimosis, y ya no se las puede tomar por transparencias del fondo celeste, desgarrones en el manto de un fantasma de luna sin cuerpo.

Más bien, lo que sigue siendo incierto es si esa mayor evidencia y (digámoslo) esplendor se deben al lento retroceso del cielo que cuanto más se aleja más se sume en la oscuridad, o si, en cambio, es la luna la que va adelantándose, recogiendo la luz antes dispersa en torno, privando de ella al cielo, concentrándola toda en la redonda boca de su embudo.

Y, sobre todo, estos cambios no deben hacer olvidar que entretanto el satélite ha ido desplazándose en el cielo, avanzando hacia el poniente y hacia arriba. La luna es el más mudable de los cuerpos del universo visible, y el más regular en sus complicadas costumbres: no falta nunca a las citas y puedes acechar su paso, pero si la dejas en un lugar la sorprendes siempre en otro, y si recuerdas su cara en cierta posición, resulta que ya la ha cambiado, poco o mucho. No obstante, si la sigues paso a paso, no te das cuenta de que imperceptiblemente te está huyendo. Sólo las nubes contribuyen a crear la ilusión de una carrera o una metamorfosis rápida, o mejor, a dar una vistosa evidencia a aquello que de otro modo escaparía a la mirada.

Corre la nube, de gris se vuelve lechosa y brillante, detrás el cielo se ha puesto negro, es de noche, las estrellas se han encendido, la luna es un gran espejo deslumbrante que vuela. ¿Quién reconocería en ella la de hace unas horas? Ahora es un lago de resplandor que difunde rayos en torno y un halo de fría plata se extiende sobre la oscuridad e inunda de luz blanca las calles de los noctámbulos.

No hay duda de que lo que ahora comienza es una espléndida noche de plenilunio de invierno. En ese momento, seguro de que la luna ya no lo necesita, el señor Palomar regresa a su casa.

Ítalo Calvino, en Palomar

Lo cotidiano que se desfamiliariza, un instante ínfimo que se privilegia, una escena que se vuelve a mirar desde otro lugar y se resignifica, un detalle que se enfoca para decir y adquiere ambigüedad, espesor u otra dimensión. Con actos perceptivos de este tipo se teje la escritura de poesía, más allá de las diferencias que pone de manifiesto, en ese hacer, cada autor o cada poética: cierta poesía puede permanecer pegada al mundo de los objetos, casi sin adjetivación, generalmente un reaseguro contra la sentimentalidad o la sentenciosidad; otro tipo de poesía puede superponer un plano imaginario o un discurrir reflexivo como una necesidad de transpolar lo observado a otro contexto, incluso al revés, partir de una imagen fantástica u onírica, donde los referentes del mundo material se distorsionan y aparecen apenas identificables. En cualquier caso, el hacer poético, la escritura misma, va enhebrando como cristales más o menos reconocibles, dentro de su composición, actos perceptivos que remiten a una subjetividad. En sus múltiples y posibles escenas de escritura, la poesía resiste el achatamiento de la percepción, la rutina de ver lo mismo, y propone nuevos enfoques, nuevas versiones de lo real activadas por la carga o la descarga subjetiva de quien escribe. La resistencia del poema a un tipo de descripción, que más que ver, escuchar o tocar parece repetir algo que ya fue escrito, es también la reacción frente a un tipo de percepción automatizada que se reproduce sin el sentido crítico de la propia experiencia, un tipo de percepción alisada y planchada, en la línea de producción fordista.

La resistencia a esa percepción premoldeada puede resultar “inútil” para una modernidad que precisa más el fluir hiperactivo, la transparencia comunicacional y un reduccionismo transmisor de mensajes. Pero la consideración sobre aquello que es inútil o útil es relativa. En un diálogo de Chuang-Tzu, traducido por Octavio Paz, le objetaban al maestro chino que sus enseñanzas no tuviesen ningún valor práctico. A lo que Chuang-Tzu respondía: “Sólo los que conocen el valor de lo inútil pueden hablar de lo que es útil. La tierra sobre la que marchamos es inmensa, pero esa inmensidad no tiene un valor práctico” (p. 25).

Al analizar una cierta degradación de “la experiencia” en el mundo moderno y contrastarla luego con el detenimiento en el lenguaje que exige la poesía, Terry Eagleton decía: “en un mundo de percepciones huidizas y eventos consumibles instantáneamente, nada permanece lo suficiente como para dejar que se asienten esas huellas profundas de la memoria de las que depende la experiencia genuina” (p. 17). En este sentido, en lo que se refiere a la permanencia de lo experimentado en la memoria, podría reconsiderarse el gesto de “Funes, el memorioso”. Nada más opuesto a aquel achatamiento, a ese alisado de la percepción, que la memoria de Funes, aunque muchas veces haya sido considerada inútil. El personaje de Borges recuerda cada detalle de un objeto con una minuciosidad extrema, diferencia cada momento en el que esa percepción se produce y ubica cada objeto en su máxima individualidad. “Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.” Lo mismo ocurría “con las aborrascadas crines de un potro, con la punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio” (p. 489). La percepción de Funes puede ser vista como la percepción poética en su work in progress.

Umberto Eco, en muchas ocasiones, ha comparado a Funes con internet. Dice en un artículo: “Hoy día internet es como Funes, como una totalidad de contenido, no filtrada ni organizada”. En esa comparación, el personaje de Borges se lleva la peor parte: “Funes es un idiota completo, un hombre inmovilizado por su incapacidad de seleccionar y descartar”. Sin embargo, aunque la argumentación contra internet sea inobjetable, el mundo de la información, de los contenidos mediatizados por el lenguaje, por sus canales de transmisión y sus soportes mediáticos, al que hace referencia eco, no es el mismo que el mundo de la percepción directa de Funes, un mundo material en el que se halla inmerso. En ese mundo todo es verdadero y, en todo caso, lo que se pone en cuestión es por qué una hoja a las seis de la tarde y la misma hoja a las doce de la noche tienen que ser subsumidas en la misma hoja. Esa diversidad que en el plano del arte tantas veces se remarca para ampliar la mirada del concepto. Con la misma lógica se podría objetar que Monet haya pintado tantas veces la misma fachada de la catedral de Rouen y que no haya podido descartar y seleccionar la mejor de esas pinturas, o bien que uno de los personajes de Paul Auster en Smoke saque todos los días una foto de la misma esquina donde se encuentra la tabaquería y las coleccione en un álbum o que Stevens haya propuesto en un poema trece maneras de mirar a un mirlo.

La visión de Funes sobre las cosas, en su exceso, tiende a abrirlas y a expandirlas en su singularidad, nada más lejos de encasillarlas; su presente puede ser intolerable en su riqueza y detenimiento. Hacia el final del cuento, el propio Borges, a través del narrador, le reprocha a Funes su incapacidad para olvidar diferencias y generalizar. Este desdén final del narrador, que sólo mal oculta la atracción de Borges por su personaje, sumado al de ciertos críticos que le han reprochado a Funes su incapacidad para pensar, no consigue, sin embargo, opacar el asombro que produce su registro: esa mirada que es la más radicalmente opuesta a la de quien percibe la realidad anestesiado, a la de quien mira sin ver, oye sin oír o bien se dispersa y olvida inmediatamente lo percibido para colocarlo en un casillero dentro de un sistema. en cuanto a su incapacidad para el olvido, habría que considerar que no siempre el olvido es saludable, sobre todo si se concibe en términos de rápido descarte y tábula rasa, algo que podría analizarse desde muchas perspectivas, tanto en términos psicológicos, en relación con situaciones traumáticas que se niegan, o en términos políticos, donde la historia reciente en argentina y el cuestionamiento al olvido por parte de las organizaciones de defensa de los derechos humanos pueden servir de ejemplo. También podría analizarse en términos filosóficos: bastaría mencionar los trabajos sobre tiempo y memoria de Henri Bergson o, más recientemente, de Paolo Virno.

Como la de Funes, la percepción poética tiende a detenerse más en los detalles, en el fragmento; percibe con una sensorialidad directa, como si acercase un zoom constante sobre el mundo. El pensamiento abstracto, en cambio, aleja los objetos, suele tranquilizarse al permanecer dentro de límites que le permiten actuar pragmática y utilitariamente. La memoria de Funes es tan amplia como la acumulación vivencial; es, como en otro cuento de Borges, un mapa tan detallado y preciso que resulta igualable en su extensión al propio territorio que el mapa intenta graficar.* Se podrá reprochar que ese mapa no sirve para orientarse en una autopista, y es cierto. Su utilidad es más bien la de recordar que los mapas son abstracciones y no la realidad, que permiten ver en cierta escala e invisibilizan en otra. El mapa de Borges plantea la imposibilidad de selección y jerarquización del espacio físico, la imposibilidad de un esquema riguroso que, sin pérdida, pueda crear una geografía; en ese mapa, todos los lugares son igualmente importantes. Acaso sea este tipo de infinitud la que necesita la poesía para crearse.

La memoria de Funes quizá carezca de lo que Ezra Pound definía como logopeia: esa danza del intelecto entre las imágenes, esas asociaciones intelectuales que permiten sintetizar y aglutinar experiencias o, en otras palabras, conceptualizar. ** Pero la sobreabundancia de su memoria, esa desmesura, es lo que a través de la ficción consigue perturbar. Su memoria es lo contrario de todo aquello en lo que nuestra cultura nos ejercita: la especulación, la generalización, la abstracción; operaciones que pueden conducir también a una reproducción mecánica de lo percibido, a un olvido del mundo físico. “Pensar es”, ya lo dice el narrador de Borges, “olvidar diferencias”; y el mundo material, en cambio, es la diversidad y la constante diferencia en la percepción actualizada. Funes abre una herida en la transmisión del conocimiento, que es más profunda a medida que avanza la modernidad y los mapas se hacen más abstractos y todo se desconecta de los matices de la presencia y del cuerpo. Sin embargo, sin renunciar a la proyección abstracta, a la reflexión, a la logopeia, la memoria de Funes (o la percepción poética) podrían terciar, quizás, en esa herida. En su experiencia límite, Funes podría acercarse a la poesía de Francis Ponge e incluso a la de William Carlos Williams cuando pedía “no ideas sino en las cosas”. Ambos poetas, con escrituras diferentes, coinciden en el enfoque poético del objeto individual, omnipresente, que conforma la carnadura de los textos; es como si el poema sucediera con los objetos y el lector tuviese que rehacer la experiencia de su percepción.

Diferenciado de esa presión del objeto, pero en el mismo sentido en que Funes sigue acumulando lo múltiple o aquello que el sentido práctico suele a veces tornar innecesario, puede leerse este fragmento de Edgar Bayley:

otros saben olvidar los hechos innecesarios

y levantan su pulgar han olvidado

tú has de volver no importa tu fracaso

nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada (p. 39)

Lo inmenso y lo olvidado pueden no ser útiles desde una perspectiva demasiado pragmática. el discurso poético con su detenimiento en la captación, con su necesidad de enunciar siguiendo una pulsión que no se detiene fácilmente en los límites de la utilidad inmediata, tiende a ampliar la mirada, a abrir el mundo con la percepción olvidada. Volviendo de algún modo a Chuang-Tzu, sería apresurado decir que ese detenimiento es inútil.

* El texto se titula “Del rigor en la ciencia”, incluido en El hacedor (1974: 847).

** Ezra Pound, en un ensayo de 1927, “How to read”, diferenciaba tres procedimientos que cargaban de energía la lengua poética: logopeia, fanopeia y melopeia. La fanopeia, relacionada con las imágenes visuales; la melopeia, con los sonidos y la melodía que construyen las palabras; y la logopeia, con la conceptualidad.

El presente extracto fue tomado de Leer poesía, de Alicia Genovese, por Fondo de Cultura Económica en 2011

Tomado del blog de Eterna Cadencia

Lo que quiero decir

casi siempre me es escamoteado.

Lo que quiero decir, es decir

lo que nunca debiera torcer su dirección,

pero que siempre fatalmente

se tuerce y malogra.

Nunca tuve una buena relación

con las palabras y cuando ellas

me llegan ya casi no me sirven.

Sólo a veces vislumbro la felicidad

de lo que debió haber sido.

Es cuando me abandono, callado y destruido,

al flujo suave de la tarde

sin más intención que la de mirar

el lento movimiento de las nubes

y dejarlas hacer.

                             Entonces percibo el rumor

sereno y silencioso.

Sentado en mi vieja reposera

miro el cielo vacío

y escucho lo que nunca escuché.

Pero lo escucho como si viniera de muy lejos

y no tuviera para mí

ni principio ni fin

y por eso mismo

nunca pudiera ser escamoteado.

Escribo

hago rápidas anotaciones

en papeles que luego pierdo

u olvido entre las páginas de algún libro.

Son señales

señales que a veces aparecen en el camino o no.

Llamados hechos a otros desde otro lugar

o quizás a mi propia vida.

Juan Manuel Inchauspe

Vida es detenerse en una colina y ya mirar la próxima, para saltar a ella, sin ver los riesgos que corremos. Vivimos dentro de un orden impuesto y miramos con el rabillo del ojo al caos que se asoma más allá. ¿Para qué? Para sentir cómo nuestra vida vence al caos. No hacerlo así es estar muerto. El barrendero ve la calle sucia y procede a imponer el orden limpiándola. Los bohemios se ven fascinados por el caos que se les asoma a cada instante en la esquina de su casa. El ama de casa corre los muebles cada tanto, para cubrir el caos que se le asoma en los rincones. Son formas menores, aunque profundas de poner el pie en la huella del diablo.

Rodolfo Kusch

Elegir, buscar o encontrar una fotografía que por alguna razón nos impacte, nos interese, nos sorprenda, nos duela, nos alegre, nos lastime, nos traiga recuerdos, nos convenza, nos interpele.

Buscar una foto y mirarla. Mirarla, mirarla y volverla a mirar. Detenernos para verla.

Buscar al autor o autora. Buscar el año, el día, el lugar donde se hizo. Si es posible, entrevistar al autor. Preguntarle por qué sacó esa foto, en qué circunstancias, que le pasó al sacarla, que sintió, que hizo después, cómo la hizo circular, para qué o para quién la sacó, dónde la publicó si es que se hizo pública. Preguntarle qué piensa de su foto.

Conocer la historia de ese autor, revisar otras de sus fotos, poner esa foto en serie, en continuidad.

Tomar lo que dice el autor con pinzas. Analizarlo, contrastarlo con otras voces. Considerarlo como una voz clave para pensar esa fotografía, pero no como la única voz posible.

Suponer la intención del autor. Pensar qué buscó, pero también lo que se le escapó, lo que captó sin querer, lo que pudo y lo que no pudo.

Identificar las causalidades y las casualidades de esa imagen.

Pensar qué hizo el fotógrafo para tomar esa imagen. ¿Dónde se paró, adónde se subió, con qué cámara la sacó, por qué eligió ese lugar? ¿Tenía otras opciones?

Pensar si la planificó, la organizó o la consiguió. Si hizo posar a los que intervienen en la imagen o no. Si sabían los fotografiados que estaban siendo fotografiados. Si trató de pasar desapercibido o armó la escena. Si modificó algo de la situación antes de fotografiarla o si hizo lo que pudo como testigo mudo.

Analizar la fecha, estudiar el acontecimiento fotografiado, las razones por las que se produjo, lo que estaba en juego, lo que quedó al margen, lo que se ganó o perdió.

Mirar lo que pasa dentro de la foto. Analizar su forma. Sus planos, sus ángulos, su composición, sus puntos de fuga, sus colores, sus luces y sombras. Ver los personajes u objetos que están presentes. Ver las poses, los detalles. Ver los actores primarios y los secundarios. Ver lo que está en primer plano. Ver lo que no está en primer plano. Ver las figuras centrales y el fondo. Ver qué está iluminado, ver qué queda a oscuras.

Ver el instante capturado. ¿Es una excepción? ¿Es parte de una rutina? ¿Es algo excepcional?

Ver si es única o una de miles.

Mirar las miradas. ¿A quién miran? ¿Hacia dónde miran? ¿Se miran entre sí? ¿Qué no pueden ver?

Mirar lo que está en el cuadro. Mirar lo que queda fuera de cuadro. ¿Qué eligió captar el fotógrafo? ¿Qué eligió que quede afuera? ¿Qué no pudo o no quiso incluir en la imagen?

Ampliar la foto y recortarla. Mirarla por pedacitos. Reencuadrarla.

Ver quiénes están dentro de la foto. ¿Qué les pasa? ¿Qué hacen allí? ¿Qué sabemos de ellos? ¿Por qué están ahí?

Mirar lo que la foto dice, grita o susurra. Mirar lo que la foto calla, oculta o no dice.

Mirar los textos que la acompañan. Pensar los textos que podrían acompañarla.

Mirar el lugar de publicación de la foto. Si está en un diario, en un libro, en el posteo de un amigo, en la página oficial de un gobierno, en un álbum familiar… Si la tomó el fotógrafo de un diario, de una agencia, un free lance, un fotógrafo de un medio alternativo, un aficionado…

Mirar la relación que hay entre el o los textos que la rodean y la foto. Ver si el texto la explica, la fortalece, la tergiversa, la transforma, la completa, la tapa, la sostiene, la piensa, la contextualiza.

Pensar si vale la pena mostrarla. Y pensar ¿dónde? ¿De qué manera? En la pared de un museo, en un muro de Facebook, en la pared de una escuela, en la pared de una calle… ¿Por qué mostrarla? ¿Por qué esa y no otra de las miles y miles que existen? ¿Esa sola o con otras?

Preguntarse: ¿Qué transporta la foto? ¿Qué conserva? ¿Qué guarda?

Compararla con otras. Del mismo día, del mismo autor, de otro autor, del mismo tema, de las mismas situaciones, de otras situaciones.

Contrastarla.

Ponerla en relación, en serie.

Escribir su historia.

Ver qué sintetiza, qué simboliza, qué indica.

Ver si es huella, vestigio o rastro.

Ver qué llama enciende, que vacío deja, cómo punza.

Pensar si es un testimonio, un documento, un aguijón o una ráfaga de luz.

Ver si vale la pena archivarla, catalogarla, etiquetarla.

Ver si late.

(tomado de Lobosuelto)

La voz humana

Era de noche. Volvía de la plaza de Mayo, donde había estado trabajando durante una manifestación, y me metí en el metro. Caminé por un pasillo azulejado y, cuando doblé por otro, me llegó por la espalda una voz que cantaba. Fue como si me hubieran golpeado los pulmones. Me detuve en seco. ¿De qué estaba hecha esa cosa? Parecía una materia formada por partículas de nieve y chispas de fuego y huesos de animales preciosos, con capacidades químicas para producir la alteración y la locura. La voz cantaba una canción machacona y sensiblera de Marco Antonio Solís y, cuando llegó al estribillo —«no hay nada más difícil que vivir sin ti»—, sentí que me asfixiaba. Regresé sobre mis pasos y miré. Vi, sentado en el piso, a un hombre ciego tocando la guitarra y, a su lado, a un chico de unos diez años. De él brotaba esa voz cargada de un dolor sulfúrico, llena de pasado, que me hundía un espolón de fuego en la garganta. Y, mientras hacía eso —mientras me hacía eso—, el chico, Dios mío, jugaba, sin levantar la vista, al Candy Crush. Era como ver a Mozart tocando el piano y revolviendo, a la vez, una olla sobre el fuego. Voyeur invencible, me quedé mirándolo. Me dejé enardecer, detenida en mi aleph de éxtasis, y el chico cantó esa canción una, dos, tres veces, sin dejar de jugar, sin levantar la vista, mientras yo, con la espalda contra la pared, me sentía cruda y poderosa, contemplando la vida de los muertos y la muerte de los vivos y viendo abrirse, ante mí, las puertas del entendimiento. ¿Si hablé con él, si me preocupa su destino? Qué preguntas tan obvias. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de aquel pasaje de William B. Yeats: «tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendito y pude bendecir». Tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendita y pude bendecir. Y eso duró cinco minutos que, como todo el mundo sabe, es lo que dura la felicidad.

Leila Guerriero, en Teoría de la gravedad

Señor, mira mi cuerpo.
Mira mi cuerpo antes que yo lo llame
y él me llame, gritándonos
de lejos.
Mira mi cuerpo, este animal antiguo
como el río más antiguo
y joven, todavía, como el agua
cuando aprendía a nadar,
solo entre cerros.

Señor, mira mi cuerpo.
Mira mi cuerpo, torre de mi infancia,
mira mi cuerpo, cueva a la que vuelvo
siempre
a sentarme solo
ante tu fuego.

Señor, mira mi cuerpo
como yo lo veo.
Oh cazador del agua en los veranos,
oh cazador, de mi alma
prisionero.
Oh cazador sediento de su casa,
más antiguo que mi alma,
más joven que su miedo.

Lo amamantaron entre pajonales
donde ya te perdía
el viento, con tristeza.
Lo amamantaron entre pajonales,
oh cuerpo mío, antiguo cuerpo,
cueva para el amor,
torre para la guerra.

Señor, mira mi cuerpo. Es inocente.
Oh cueva de tu fuego,
oh torre joven.
Por los largos veranos que aún esperan,
por estar junto a mí,
que me perdone.

Héctor Viel Temperley