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Prestar libros

“Se prestan libros”

Por Dolores Reyes.

Mi biblioteca debería tener un cartel que diga: “Se prestan libros”. 

Sería un nombre adecuado para los tres muebles de madera —uno empotrado en la pared, que voy a perder cuando nos mudemos— y el cristalero improvisado que fue paulatinamente siendo tomado por los libros, más las montañas de volúmenes arriba y abajo del escritorio, que se reproducen como células cancerosas en cuanto recoveco de la casa se puedan llegar a expandir. El resultado es siempre el mismo: libros por todos lados.

Eso no cambia que si otra persona se para adelante de mi biblioteca pueda ver los libros que tengo, pero si soy yo quien me paro, enseguida puedo darme cuenta de todos los libros que ya no están. Por esto de ir repasando los que presté y no me devolvieron nunca, me juré mil veces no volver a prestarlos, pero ni yo me lo creo. ¿Hay algo más lindo que compartir lecturas? Así que el cartel “Se prestan libros” sería un sinceramiento conmigo misma, que a veces busco alguno de esos que llegué a comprar dos o tres veces —los cuentos completos de Onetti, Glosa y La Grande de Saer, Distancia de Rescate de Samanta Schweblin, Enero de Sara Gallardo— solo por nombrar algunos que nunca encuentro. Enseguida me prometo no reincidir como prestamista pero vuelvo a fallar, porque me termino dejando llevar por la emoción y nuevos libros vuelven a irse en algunas manos lectoras y amigas. 

La culpa es mía, porque traigo diez, quince, veinte libros, hasta encontrar uno que me vuela la cabeza y no me alcanza con leerlo yo sola, necesito militar ese libro, necesito que mis amigos y alumnos se entusiasmen, necesito que todos lo lean porque así se lo merece ese objeto fascinante e hipnótico que es un libro. Recomendar libros es un vicio feroz, así que mis preferidos nunca están en mi biblioteca. Hay una recompensa profunda para cada una de esas ausencias: las recomendaciones y el tránsito de mano en mano hacen a la vida y a la supervivencia de cada libro amado. 

Cuando presté Glosa pensé que iba a volver, pero también me había pasado lo mismo con Lo imborrable. Pero esta vez no me resigné, le pedí a mi amigo Caballo Loco que me lo devolviera, se lo pedí varias veces e incluso fui hasta su casa a buscar Glosa —lo que es todo un esfuerzo porque Caballo vive en Tigre y ahí los sauces que bordean el río hacen que el tiempo transcurra de una forma muy particular y que una se vaya quedando en esa ribera, sin voluntad y sin fuerza para regresar—, pero fue imposible. Me acuerdo cómo al rato de haber llegado a su casa él fue esgrimiendo como armas cada uno de sus argumentos: Yo me merezco este libro más que vos. Este no es un libro de literatura, es un tratado de filosofía, no se puede ir de acá. Es un libro que va al trote sobre el tiempo, además yo lo leí por primera vez y vos me dijiste: ¿Viste cómo habla de la dictadura? ¿Viste esto y lo otro? Y a mí me pareció que no había entendido nada, que yo había leído otra cosa, así que lo tuve que releer, y lo terminé releyendo muchas veces. Cada vez me gusta más. No existe la lectura, existe la relectura. Y ya va siendo imposible devolvértelo. Lo lamento, nena, es así.

En el momento en que Caballo Loco, apretado por las tres o cuatro cervezas de litro y el vino tinto que se fue vaciando a lo largo de la tarde, se levantó para ir al baño, busqué Glosa en los estantes de su biblioteca. Lo había colocado en el centro, entre los libros que más le gustan, algunos de Juanele y poetas del Japón y por supuesto, el Zaratustra. Cuando lo abrí, después de mucho tiempo de ausencia, no solo estaba totalmente subrayado, sino que además Caballo había hecho dibujos hermosos en los espacios en blanco. Creí reconocer a Tomatis y a Leto, al humo saeriano de los asados siempre en movimiento, algunas rodillas que subían y pasaban calles y veredas, quizás al cianuro entrando en el torrente sanguíneo de Leto, como si lo único que pudiera poner fin al arte permanente de mover la lengua para glosar entre amigos fuese esa porción de muerte depositada en una pastilla tan pequeña como efectiva. También me di cuenta de que la tapa se había despegado definitivamente del resto del volumen y que en varias partes tenía unas manchas de vino tinto de un violeta contundente, marcas de tardes y noches junto a su usurpador, como si el libro hablara ahora más de sus lecturas y su tiempo juntos que de las mías. Lo cerré y lo volví a dejar en el estante. Como no volví a pedírselo, mi amigo asumió que se lo regalaba y me obsequió en cambio una ziploc llena de faso que me alegró la vida un invierno y una primavera.

Me quedo con sus últimas palabras: Yo asumí que Glosa terminó siendo un regalo tuyo, más allá del robo y que debías tener otra edición. La vida es una sola, ¿eso quién me lo dijo? ¿Leibniz? La vida es una sola y los libros son muchos…

Nunca voy a visitarlo menos de un día completo porque ahí el mal de sauce y la amistad me abducen por igual y nunca regreso de esas charlas apasionadas sobre autores y obras sin la necesidad urgente de muchos otros libros. El mal de los libros se contagia por medio de la amistad y del vino.

También me faltan todos los libros que se pueden llegar a dar en una escuela, cuando al hijo de una amiga le piden un libro en la secundaria es muy común que me lo terminen pidiendo a mí. En Podestá ni siquiera hay librerías, vuelvo a decirlo para que lo entiendan bien: No hay ninguna librería, NINGUNA, y como odio que los pibes estén condenados a las fotocopias, les presto los libros. Así me faltan todos los ejemplares de Cien años de soledad, El beso de la mujer araña y El Túnel, porque se fueron en manos de pibes de colegio y siempre tengo la esperanza de que continúen viajando de mano en mano, que es decir de otra manera de decir de lectura en lectura. 

Un libro es como un buen mate, no se le niega a nadie. 

Hace años que dejaron de pedirme Cuentos de la selva y los Cuentos de Amor, de locura y de muerte de Quiroga. En medio de la pandemia le pregunto a mi hijo Benjamín si los leyeron en la escuela y me contesta que no. La llamo a Ariadna y me confirma que tampoco. Los agarro de la mano y vamos indignados caminando las casi veinte cuadras que hay hasta la librería de Ciudad Jardín, cuando llegamos le pido al vendedor la edición más linda que tenga de los Cuentos de la selva, salimos hacia la plaza y aunque haga frío nos sentamos y empezamos a leer.

No hay escolarización que valga la pena sin leer a Quiroga. El campeón absoluto de ganar niños y adolescentes a la pasión de leer. Por las noches cambiamos por un rato sus queridos animés y youtubers por un buen cuento de Quiroga que les leo antes de dormir, después será el turno de los relatos de terror de Laiseca y, finalmente, empezamos con Mariana Enriquez.

Ya veremos qué sigue después.

Mi biblioteca clásica 

No tengo una biblioteca de pared a pared como me gustaría, esto hace que mi biblioteca esté dividida y, la mayoría de las veces, desordenada. Pero hay una sección que pase lo que pase permanece hermosamente en armonía. La llamo biblioteca clásica porque el germen de su formación comenzó cuando estudiaba Letras Clásicas en la uba. Casi nunca nadie me pide o se interesa por un libro de ahí, cosa que se agradece un montón. Hay algunos volúmenes increíblemente hermosos: una edición de tres tomos con mapas que se despliegan que no pueden más de fascinantes de Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, y el único tomo del Camino de las dos vías.

Pero firmes, en el primer estante, me voy a encontrar siempre a la Teogonía de Hesíodo, todo Eurípides, Esquilo y Sófocles, algunas comedias —Aristófanes, sobre todo— y mis libros de filosofía antigua y medieval, Medea en todas sus versiones y Las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, con los viajes de Jasón y la historia completa de esa maga extranjera, que primero corta en pedacitos a su hermano y lo arroja al mar para evadir a sus propios padres que han salido tras ella, y que luego asesinará a sus propios hijos para castigar al hombre que la llevó a otras tierras para humillarla, hacen latir fuerte mi corazoncito ñoño. 

Si alguna vez tuviera que irme al destierro con solo dos libros, seguramente me llevaría la Íliada y la Odisea. Todo está ahí, empezando por el placer de las historias que circularon de bocas a oídos y así a nuevas bocas durante cientos de años.

La Teogonía también es uno de los libros que más uso de esa biblioteca. Cuando estudiaba griego, uno de mis profesores favoritos —Leandro Pinkler— solía decirnos que lo inmotivado del signo, en términos de Saussure, se cumplía siempre para todos los signos de todas las lenguas excepto en el arranque de la Teogonía, porque en ese comienzo en donde el caos es una palabra que aparece con su artículo neutro, es algo que está significando. Lo mismo aplica a la separación de ese caos original en un principio masculino, el cielo, y otro principio femenino, la tierra, también está significando y rompe así con lo inmotivado del signo. La tierra es un principio femenino para todas las culturas antiguas, desde Gaia hasta la Pachamama.

Brujas, adivinas y videntes pueblan mis estantes de una madera tan oscura como el líquido de una poción hipnótica: No solo Circe, Casandra o Medea merodean las páginas de los libros de mi biblioteca clásica, antes del cristianismo la adivinación era una cuestión de Estado. Hay un libro muy hermoso que recorre toda la historia de la adivinación en el imperio romano pre-cristiano, De Divinatione, de Cicerón. Es un viaje sorprendente que va desde la interpretación del vuelo de las aves a toda clase de técnicas adivinatorias utilizadas por el imperio. Una suerte de bitácora política-religiosa anterior al monoteísmo del Dios Macho que vendría a empobrecernos la existencia. Todo lo que pasará luego a quienes adoran diosas mujeres, con su enorme advertencia punitiva, puede leerse en El asno de oro de Apuleyo. 

El mundo iría vaciándose de diosas y llenándose de violencias hacia el cuerpo de las mujeres, porque lo sagrado —según ellos— ya no nos habita.

Mis compañeros decían, un poco en broma pero bastante en serio, que los griegos ya lo habían pensado todo, incluso un mundo gobernado por las mujeres. En Las asambleístas de Aristófanes nos encontramos a Praxágoras intentando convencer a los atenienses para que le cedan el mando porque ella puede gobernar mejor que el poder actual. La asamblea que logran erigir las mujeres introduce en Atenas una suerte de comunismo de bienes y cuerpos, todo es de todos, incluidos los hijos. También la maravillosa primera huelga de las mujeres puede leerse gracias a las acciones de Lisístrata y sus compañeras de protesta, que hartas de los perjuicios de tantos años de guerra, logran frenarla haciendo una huelga de piernas cerradas: No habrá noches de sexo para esos maridos-soldados de uno y otro bando en contienda, hasta que depongan sus armas y dejen de guerrear. No nos vayamos a ilusionar pensando que Aristófanes era un feminista o algo por el estilo, nada más alejado. Sus comedias indagan lo único que él consideraba aún peor que la democracia naciente, un gobierno de las mujeres liderando un comunismo primitivo.

Mi biblioteca clásica, con sus pocos pero orgullosos Gredos de lomo azul, es un lazo indisoluble entre ciertas cuestiones que fui pensando a lo largo de mi formación y mi vida presente. De ahí no presto nada.

Algunas bajas 

Durante este último tiempo mi hijo Benjamín también provoca huecos en mi biblioteca. Le empezó a gustar esto de tener sus propios libros y no tuvo problema en comenzar a saquearme. Se fue llevando todos los libros de Jesse Ball que encontró. Para acrecentar estos desfalcos tiene varias estrategias: Despliega cada uno de los recursos que su persuasión e imaginación de niño le permiten, trata de seducirme para que se los regale, me jura que los va a leer y no se va a quedar plagueando con el celular hasta tarde o simplemente intercepta al cartero antes que yo y selecciona del envío los libros que le interesan. El primer libro que se apropió fue Cómo provocar un incendio y por qué. El último que quiso convencerme de que se lo deje llevar y pase así de mi biblioteca a la suya fue El señor de los venenos, de Symns. Era muy gracioso verlo haciendo caritas con el libro abrazado exigiendo que se lo regale. Pero con ese nunca dudé: ¡Ese no! Es un libro que me costó muchísimo conseguir y que claramente no es para un mocoso de diez años. 

Argumento que dio como resultado un debate interminable acerca de por qué él no puede leer todos los libros, o al menos por qué hay algunos libros que no pueden ser todavía para él. Después veo los libros que tiene que leer para la escuela y me da lástima. Eso que llaman literatura infantil, que no ofende ni molesta a nadie, tampoco seduce ni llama a mi hijo a la aventura de leer.

El frágil equilibrio de las montañas 

Por más que tenga tres bibliotecas como Dios manda, un cristalero al que fui vaciando de copas y llenando de libros, un escritorio y un estante enorme que fueron poblándose también de libros, nada puede detener el avance de las montañas de libros copando la casa.

Me preocupa a veces que no me vaya a alcanzar la vida para leerlos, pero enseguida me acuerdo de un cuento de Clarice Lispector, “Felicidad clandestina”. Es un alivio enorme ver cómo alguien de la talla de Clarice ya se ocupó de ese placer de tener libros que está en el origen de toda biblioteca y arranca, como todos los placeres y pesadillas de nuestras vidas, en la infancia. En “Felicidad clandestina”, la hija del dueño de la librería le promete a una compañera de escuela que va a prestarle un libro, por lo que esta chica se presenta todas las tardes ante la puerta de su casa y siempre recibe una excusa del tipo: “Lo tuve hasta hace un rato, pero como te demoraste en venir, se lo presté a otra”. La cadena de humillación se rompe cuando interviene la madre de la niña poseedora del libro y la obliga a prestárselo a la otra “todo el tiempo que quiera”. El relato finaliza sin que la niña protagonista haya leído la obra. Poseer el libro se transforma, para ella, en un placer secreto, en una verdadera felicidad clandestina. Clarice nos arrastra hasta ese placer inmenso de poseer libros que está en la génesis de toda buena biblioteca.

Amo los libros de escritoras vivas y produciendo obra, ellas llegan libro a libro a mis estantes y cuando no hay más lugar crean montañas de presencias nuevas. También hay otras que ya no están de otra forma que no sea en libros. Son las que han padecido durante años poca circulación solo por el hecho de ser mujeres, pero el tiempo va acomodando poco a poco sus obras en el camino hacia los lectores que merecen tener. Cada uno de sus libros son pequeñas joyas para el arrastre de mis ojos. 

También podemos encontrar lo que a todo buen fetichista del libro fascina y desvela, los libros dedicados y firmados, esa marca única que puede restituir el aura a un objeto producido en serie. Las dedicatorias nos llevan también a ese instante de contacto entre lector y autor, entre autora y lectora, que tanto se aprecia.

Amo también los libros usados, esos que tienen varias marcas de lectura y nombres y dedicatorias anteriores; y hacen que el libro, comprado en una librería de usados —otro placer adicional a la hora de armar biblioteca es deambular por las librerías de segunda mano— llegue a la biblioteca portando una historia de circulación que también lo vuelve particular.

La experiencia simbólica de la biblioteca nos conforma tanto como cualquier experiencia directa y, sin embargo, eso que no se cierra nunca y que nos termina significando una actividad febril de horas, días y años de dedicación, el armado de una biblioteca y toda una logística de similares esfuerzos para su conservación, orden y limpieza, termina siendo también algo extremadamente frágil, político, que se desarma y se pierde con una facilidad no exenta del espíritu de la tragedia y de cierto humorismo: con el exilio, la pobreza o la muerte, una biblioteca es lo primero que se pierde.

Tomado de Eterna Cadencia

Conocí la biblioteca de mi amigo Álvaro hace cinco años, y fue decepcionante, porque estaba llena de libros malos. Por entonces hablábamos casi solamente de libros y nuestros diálogos tenían ese encanto de lo tentativo, de lo incompleto. No era necesario ir demasiado lejos para entendernos: decíamos que una novela era buena o aburrida pero no elaborábamos los juicios, simplemente disfrutábamos de la complicidad.

Pensaba encontrar en las estanterías de su casa libros que yo también amaba, o los desconocidos nombres de unos escritores sorprendentes, y en cambio me topé con puros autores que conocía y que me interesaban menos que poco. No es que inspeccionara la biblioteca realmente, eso siempre me ha parecido de mala educación. Es cierto, el hecho de que los libros estén en el living nos autoriza a mirarlos, pero es mejor empezar de reojo, con prudencia, sin ansiedad.

Dos semanas después Álvaro me invitó de nuevo y esta vez me mostró una pieza muy pequeña en el patio, que era el estudio donde él se encerraba a leer y a escribir. Calculé que en las repisas había unos sesenta u ochenta libros, que por supuesto eran los que le importaban. Me sentí orgulloso de ver mis escasas novelas y hasta mi antiguo libro de poesía colmando la letra zeta (inexplicablemente a mi amigo no le gustan ni Raúl Zurita ni Stefan Zweig).

Luego supe que en otros rincones de la casa también había libros, y que de todos esos puntos el peor, literariamente hablando, era el living. Se supone que lo que pones en el living te representa, le dije, y la respuesta de Álvaro fue maravillosamente vaga: ahhhh. Pero después entendí que había pensado largo en el asunto. Le desagradaba la costumbre de poner los libros en el living, pero no tenía más espacio disponible, y después de ensayar varias opciones había llegado a esa, que entre otros méritos tenía el de favorecer los préstamos, porque no tenía problemas en prestar esos libros; los demás, los que estaban en su pequeño estudio o en su cuarto, no quería compartirlos con nadie.

Mi amigo todavía sigue con ese sistema, que con el tiempo se ha vuelto bastante más complejo: a tono con los cambios en los gustos o en el humor de su propietario, un título puede pasar del estudio a la pieza, y luego de la pieza al living, y de ahí a la calle, porque cada tanto se deshace de un montón de libros. Lo que me parece más extraño es que discrimina incluso en el interior de una misma obra, por lo que las novelas de alguien pueden estar en el estudio, sus poemas en el dormitorio y los ensayos en el living. La división no es por género literario, en todo caso, como prueba el hecho, por lo demás natural, de que haya novelas de César Aira distribuidas por toda la casa.

Cuando voy donde Álvaro me invade el fatalismo y pienso que voy perdiendo terreno, que mis días en el estudio están contados. Al descubrir que sigo solitario en la letra zeta me invade una cierta felicidad, que sin embargo dura poco, porque entonces viene el miedo de que todo sea una farsa, y la verdad es que imagino perfectamente a mi amigo cambiando apresurado mis libros de lugar cada vez que toco el timbre.

Alejandro Zambra, en No leer

Uno de los libros más entrañables de mi biblioteca había desaparecido. Llevaba semanas buscándolo. Apenas tenía un poco de tiempo revisaba mis estantes y siempre me quedaba la duda de si había buscado bien. Cada vez me llevaba una sorpresa: libros que había olvidado que tenía, otros cuya existencia ignoraba, otros más que hallaba fuera de lugar. Tal vez no encontrar el libro perdido era sólo una artimaña para seguir con esas pesquisas que se estaban volviendo un vicio. Así, para acabar con ellas, le hablé a uno de mis mejores amigos, que siempre encuentra todo, para que buscara el libro por mí. Cuando llegó a mi casa me pidió que me fuera. Si estás tú no puedo concentrarme, dijo. Fui al cine y cuando regresé él ya no estaba, pero había dejado el libro perdido sobre la mesita del teléfono. Lo llamé para darle las gracias y preguntarle dónde lo había encontrado. Contestó que en el segundo librero. Siendo ése su lugar de costumbre me pregunté cómo era posible que no lo hubiera visto. Mientras daba vueltas en la cama sin poder cerrar el ojo intuí la verdad, encendí la luz y volví a llamarlo. Contestó con voz de angustia y le pregunté en qué estante del segundo librero lo había encontrado. Medio dormido balbuceó que no se acordaba, pero yo insistí, lo acosé a preguntas, y acabó por confesar que unos meses atrás lo había sustraído de mi biblioteca sin avisarme. Si pido prestado un libro no lo puedo leer: tengo que llevármelo, explicó. Le pregunté si se había «llevado» otros y dijo que sí, una docena durante el último año y me los había devuelto todos sin que yo me diera cuenta. Le pregunté qué libros eran y me dijo que no se acordaba bien, porque hacía lo mismo con los libros de todos sus amigos. Me gusta llevármelos, pero los devuelvo sin falta, dijo con vergüenza. Sí, los devuelves a los estantes equivocados y seguramente también al dueño equivocado, dije yo, y colgué. Fui a mi estudio y me pregunté cuántos libros habría allí que no eran míos. Mis latidos habían aumentado de la emoción, puse agua para café e inicié la pesquisa.

Fabio Morabito, en El idioma materno