«Este mundo, este paraíso sobre el que apenas había echado hasta entonces una ligera ojeada, el sol y la luna, los otros mundos que pueblan el espacio con sus brillantes constelaciones y los otros soles y sistemas tan absolutamente remotos y tan inconcebibles en número como para parecer una simple neblina luminosa en el cielo, todo ese universo que existía desde hacía millones y billones de siglos o desde la eternidad…»
«un reino encantado, natural y sobrenatural al mismo tiempo! Estaba convencido de que pronto empezaría a desvanecerse imperceptiblemente día tras día, año tras año, a medida que yo fuera sumiéndome en la opacidad de la vida hasta que se perdiera tan efectivamente como si hubiera dejado de ver, oír y palpitar y mi cuerpo caliente se hubiera enfriado y puesto tieso por la muerte y —como los muertos y los vivos— no tuviera ya conciencia de la pérdida».
Guillermo E. Hudson
en el pasto quemado de enero
yacer
que pase el cielo
toda la vida
cien años llueva
y las raíces bordadas en mi pelo
cien veces trescientos sesenta y cinco
días que el sol
lleve la cuenta
abra y cierre mis ojos
la palma de la mano destejida
la espalda fermentada en las hormigas
desgajada del viento la lengua
zumbando en las hebras
oreja y corazón para esa lengua
y no esperar por la muerte cincuenta años
en una pensión de Londres
sobre mis cuadernos
limpio como las uñas de las monjas
yacer
en el pasto helado de julio
cruja la helada en mis huesos
las estrellas en cruz esperen
asidas a mi frente
la señal del chajá
para llevarme
pesado y ciego en círculos
entre los panaderos
deshecho en el vacío luminoso
saber mi país
perdido y ajeno
como en las visiones
de la fiebre
Laura Forchetti, en Libro de horas