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Técnica

En la antigua igua filosofía india budista existe un concepto llamado “Samadhi” que se refiere a un nivel concreto de concentración. Según y cómo se aborda, es una noción bastante sencilla de comprender. Cuando leemos un libro, estamos concentrados en leer el libro. Cuando vamos a pescar, nos concentramos únicamente en los movimientos y temblores del hilo de pesca. Cuando fregamos el suelo, no hacemos nada más que fregar el suelo.

En cuanto a la vida cotidiana, cuando emprendemos una acción sencilla, trataremos de concentrarnos completamente en lo que estamos haciendo. También trataremos de sentirnos envueltos y apoyados por toda la energía que despliega el universo. Normalmente, nuestros pensamientos están diseminados por todas partes. Fregamos el suelo pero nos “olvidamos” de lo que estamos haciendo y acabamos pensando en lo que pasó ayer, en los ruidos que hacen los vecinos, o en la deuda con la compañía del gas. En un estado semejante es imposible absorber la energía del universo. El objeto de nuestra concentración no es lo importante, sino la propia acción de concentrarse. Desarrollar esta capacidad de concentración nos ayuda a entrar en el estado de Samadhi. Una vez que lo hemos alcanzado empezaremos a sentir la existencia de “algo más” que nuestra energía personal.

(…)

Yo trato de aplicar esta práctica a mi vida cotidiana. Cuando me levanto por la mañana y me lavo los dientes, trato de concentrarme únicamente en “lavarme los dientes”. Desgraciadamente, siempre me distraigo, entonces intento poner toda la atención en la actividad de cepillar los dientes, pero resulta que me encuentro a mí mismo pensando en cosas como, por ejemplo: “Hoy no puedo dejar de ir al banco… después tengo que hacer una llamada… espero que hoy el metro no vaya muy lleno…” Es muy difícil concentrarse únicamente en lavarse los dientes.

 

Yoshi Oida, en El actor invisible

Mujer del barro

Todo sucedió en un pueblo de alfareros. Uno de esos pueblos que todavía sobreviven cuestionando al hombre cotidiano, a lo largo y a lo ancho de la cordillera andina.
Todos sus habitantes trabajaban el barro como si fueran pequeños dioses dando vida a las cosas. Porque el barro está ligado al hombre desde su origen, se reconozca o no su paternidad.
En este pueblo del que hablo, vivía una mujer que fabricaba los mejores cacharros, las mejores y mas cantarinas vasijas, una suerte de pájaros sonoros que parecían encerrar luz.
Como sucede en todas partes desde que el mundo es mundo y sinó que va a ser, otra alfarera envidiaba los cacharros que fabricaba la mujer del milagro.
Entonces resolvió adoptar una actitud acorde a sus sentimientos: se convirtió en espía, para saber si existía algún secreto, alguna forma especial en la obra de la mujer del barro.
Pacientemente, durante horas y horas, las mismas y pacientes horas que emplean los espías y delatores, vigiló el taller de su rival.
Nada: no pudo descubrir nada.
Porque el barro era el mismo y la mujer lo amasaba cantando, la mezcla era la misma y la mujer la trabajaba cantando; el cocido era el mismo y la mujer encendía la leña cantando.
Nada, ni los colores que semejaban sangre y oro y que la mujer pintaba cantando, tenía la mas mínima diferencia.
Desesperada, la otra alfarera envidiosa robó un cántaro de la mujer y lo llevó a su casa para descubrir el secreto.
Una vez sola, encerrada como se encierran los que carecen del sentido del homenaje a la vida, del diálogo, de semejanza y del humor, rompió la vasija de un solo golpe.
El hombre, en definitiva, no es tanto misterio.
Lo que sucede es que a veces no alcanza a comprender las cosas y se altera su forma de vivir. Un pensamiento es más fuerte que la historia, porque es capaz, precisamente, de torcer el curso. Y todo porque entonces, del interior de la vasija, de cada pedazo roto, salió el canto de la mujer que trabajaba cantando. Y ya sabemos, el amor a lo que se hace produce lo mejor de la vida. Eso lo conoce hasta mi tía vieja. Ella dice que cuando Dios hizo al hombre, seguramente aprendió a cantar.

«La práctica del movimiento me llevó a descubrir al hombre humanamente.
Cuando sucede esto, se siente el verdadero amor.
La práctica de la expresión me permitió descubrir la necesidad que tenemos de liberarnos y el miedo que tenemos de que esto se produzca.
La práctica del ritmo me permitió conectarme con mi mundo emocional y a través de él, descubrir los ritmos de cada pueblo, desde el nuestro. (No confundir ritmo con coreografía o compás).
El Hatha Yoga me permitió descubrir el mundo en sus distintas dimensiones, mis resonadores y mi responsabilidad en la relación entre mi personalidad y mi ego, y entre mi esencia y mi sensibilidad y cómo estaba yo ubicada en todos estos aspectos y qué relación tengo Yo personalidad con todo esto.
La Plástica Griega me permitió conocer e identificar la expansión psicofísica y tener la experiencia de lo que realmente significa un instante armónico entre el cosmos y mi todo.
La información y la comunicación telepática me permitió sacar conclusiones y me ayudó a meterme a experimentar lo que intuía.
La intuición fue mi acicate para buscar informarme permanentemente.
Tenía miedo y no quería equivocarme. El miedo a equivocarme me llevó a informarme en todo lo que podía encontrar y como no encontré muchas explicaciones, me entregué a experimentar personalmente.
Como no podía ni puedo quedarme con lo que adquiero y necesito exteriorizarlo, comencé a contar lo que me acontecía. Contando, encontré quienes se interesaron en hacer la experiencia y así pude experimentar y comprobar. Descubrí las leyes.
Por suerte encontré muchas personas a quienes les interesaba lo que hacía y hago. Desde luego que cada uno sigue la experiencia mientras lo necesita y esté en el campo de su interés.
Lo que he descubierto no es nuevo. Es tan antiguo, bueno, como el hombre…»
Susana Rivara de Milderman del Libro: «Hacia el equilibrio entre la Ética y la Estética«