Me escribe con frecuencia una persona que firma con el nombre del protagonista de una famosa novela. Muy bien escritos, sus correos delatan a alguien culto e inteligente y no he sentido la necesidad de preguntarle su nombre real, ya que la calidad de lo que escribe compensa el que oculte su identidad. Al fin y al cabo escribe desde un anonimato inocuo, que no utiliza para difamar a nadie ni para pedirme favores. Podría perfectamente firmar con su nombre lo que escribe y sin embargo, por alguna razón, prefiere usar un pseudónimo. ¿Tendrá un nombre ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias, utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él, sino su yo postizo. Tal vez escribe con ese yo postizo mientras espera el momento de empuñar la pluma de verdad y escribir con su yo «auténtico»; usa un pseudónimo mientras tantea el terreno. Pero resulta que su yo postizo escribe cada vez más, mejor y más a gusto.
¿Se habrá dado cuenta de ello su yo «auténtico», su yo paralizado? ¿O ese yo no se toma en serio lo que hace el postizo, porque lo considera un ejercicio de calentamiento en espera de que él, el verdadero, salga de su sopor? En este caso lo mejor es que las cosas sigan tal cual, que el yo profundo siga sumido en su letargo y el postizo, el único de los dos capaz de escribir, prosiga su quehacer en una posición replegada, más humilde pero viable. El yo profundo jamás despertará del todo y, si lo hace, es probable que no haga nada relevante. En todo escritor hay un yo así, genuino e infeliz, incapaz de algo digno de nota. Uno se hace escritor el día que encuentra un yo postizo que viaja modestamente en el carril de acotamiento para no despertar al otro, el que ocupa el carril central. Así, hacerse escritor es deslizarse hacia el borde, volverse un tanto anónimo y escurridizo, menos genuino y profundo, que es el precio principal que hay que pagar en este oficio.
Fabio Morábito, en El idioma materno