archivo

Otro

Me escribe con frecuencia una persona que firma con el nombre del protagonista de una famosa novela. Muy bien escritos, sus correos delatan a alguien culto e inteligente y no he sentido la necesidad de preguntarle su nombre real, ya que la calidad de lo que escribe compensa el que oculte su identidad. Al fin y al cabo escribe desde un anonimato inocuo, que no utiliza para difamar a nadie ni para pedirme favores. Podría perfectamente firmar con su nombre lo que escribe y sin embargo, por alguna razón, prefiere usar un pseudónimo. ¿Tendrá un nombre ridículo? Creo más bien que tiene miedo de escribir, porque teme exponerse a las críticas, empezando por las suyas propias, así que ha optado por escribir a medias, utilizando una identidad ficticia. Si fracasa, no habrá fracasado él, sino su yo postizo. Tal vez escribe con ese yo postizo mientras espera el momento de empuñar la pluma de verdad y escribir con su yo «auténtico»; usa un pseudónimo mientras tantea el terreno. Pero resulta que su yo postizo escribe cada vez más, mejor y más a gusto.

¿Se habrá dado cuenta de ello su yo «auténtico», su yo paralizado? ¿O ese yo no se toma en serio lo que hace el postizo, porque lo considera un ejercicio de calentamiento en espera de que él, el verdadero, salga de su sopor? En este caso lo mejor es que las cosas sigan tal cual, que el yo profundo siga sumido en su letargo y el postizo, el único de los dos capaz de escribir, prosiga su quehacer en una posición replegada, más humilde pero viable. El yo profundo jamás despertará del todo y, si lo hace, es probable que no haga nada relevante. En todo escritor hay un yo así, genuino e infeliz, incapaz de algo digno de nota. Uno se hace escritor el día que encuentra un yo postizo que viaja modestamente en el carril de acotamiento para no despertar al otro, el que ocupa el carril central. Así, hacerse escritor es deslizarse hacia el borde, volverse un tanto anónimo y escurridizo, menos genuino y profundo, que es el precio principal que hay que pagar en este oficio.

Fabio Morábito, en El idioma materno

Esos pequeños seres

En un país que amaba ya estará anocheciendo.

Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.

Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.

Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!

Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha guardado?

Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.

Leido por ella…

Tener dominio del lenguaje no deja de ser una ilusión, una creencia, pero también una traición hacia uno mismo. ¿Qué anima a la escritura? ¿Qué origina el gesto del escribir sino esa extraña necesidad de traducir como se pueda aquello que excede a la razón, lo que provoca zozobra, lo que desborda, lo que se ignora y se seguirá ignorando? Lo ajeno, lo otro, es también la distancia necesaria para que algo ocurra: si todo fuera interioridad, si todo tuviera ver con lo que forma parte de uno y es su reino, si cada escritura procede de una voz íntima, certera y confesional: ¿dónde está la extrañeza de lo diferente, de lo que no se repite, de lo que es contingente?
(…)
no dejar de pensar que el mundo ocurre entre brumas y que estamos siempre expuestos en una desnudez extrema. Lo que nos desborda es lo incomprensible y el lugar de fragilidad es el sitio donde nos encontramos.

 

Carlos Skliar, en Sentidos del escribir

Virrey del Pino y Amenábar, 4 de julio de 2000

 

Vendido

leo desde el café

de hacer tiempo los martes

y en el balcón, el cartel

señala el drama microcósmico

de la viuda que riega amorosamente

las macetas.

 

De no ser por el cartel

yo no sabría que las macetas no caben

en el cuchitril donde se mudará

ni que se despide de sus cosas con estoicismo

pues ha empezado el camino de la reducción

(los anillos, los recuerdos, los trajes del marido

la casa, el violín de su padre, la TV por cable)

hasta que un día quede resumida

en el talco de sus huesos

 

no sabría yo que apenas conoce al nuevo dueño

sólo del trámite ante escribano público

pero le deja las plantas

como le gusta a ella tenerlas,

como un mensaje al futuro.

T

Entonces sé qué va a ocurrir

como sé que la viuda que riega las plantas es viuda

 

(por qué no sé estas cosas cuando estoy en otra parte)

 

las plantas no serán del gusto del nuevo propietario

las azaleas, los geranios,

la compañía de segunda mano que implican esas flores

(y si hay compañía es por contraprestación de soledad)

o tal vez otra cosa de viejas que él no sabrá comprender.

 

Ahora pasan debajo del balcón

dos chicas fumando

una señora se detiene a mirar los zapatos

que ha de arreglar el remendón de la planta baja

 

(los zapatos también se irán renovando

como el que se sienta a esta mesa

observatorio del café)

 

pasa una chica con un perro

y el perro va y orina el umbral del remendón

para ampliar la concepción de su universo

como un emperador chino habrá ido ampliando

lo tangible de su imperio

agregando marcas en el mapa

 

el afilador en bicicleta

el sacerdote, la monja, el rabino

todos los oficios y todas las convicciones

todas las indecisiones

pasan debajo del balcón de la viuda

 

hasta las otras viudas pasan

 

todo lo veo desde el café de enfrente

con la clarividencia que inspiran los cafés.

 

Una mujer prueba sombreros

en la boutique de la esquina

su coquetería me distrae

de la coquetería que la viuda

ponía en las flores del balcón

 

vuelvo a mirar hacia allí

y la persiana cae, respetuosamente

saludando a un cortejo fúnebre

que la viuda sólo a mí

me deja ver.

 

Silvia López, en Cartografías

Del océano rodante de la multitud

Del incesante océano, de la turba, una gota se me acercó suavemente,
Murmurando: Te amo, pronto habré muerto,
larga es la distancia que he recorrido sólo para mirarte y para tocarte,
Porque no podía morir sin haberte visto,
Porque sentí el temor de perderte.

Ahora nos hemos encontrado, nos hemos visto, estamos salvados,
Vuelve en paz al océano, amor mío,
Yo también formo parte del océano, no somos tan distintos,
¡Mira que perfecta es la gran esfera, la cohesión de todas las cosas!
Pero a los dos nos va a separar el mar irresistible,
Esta hora nos ha de separar, pero no eternamente;
No te impacientes -aguarda un instante- mira, saludo al viento, al océano y a la tierra,
Cada día, al atardecer, te mando mi amor.

Walt Whitman

-¿Puede saberse quién eres tú?- preguntó la Oruga. (…) Alicia contestó, algo intimidada:
– La verdad, señora, es que en estos momentos no estoy muy segura de quién soy. El caso es que sé muy bien quién era esta mañana, cuando me levanté, pero desde entonces he debido sufrir varias transformaciones.
– ¿Qué es lo que tratas de decirme?-dijo la Oruga con toda severidad-. ¡Explícate, por favor!
-¡Ésa es justamente la cuestión! – exclamó Alicia-. No me puedo explicar a mí misma porque yo no soy yo, ¿se da usted cuenta?
– Pues no, no me doy cuenta – dijo la Oruga.
– Siento no poder explicárselo a usted con mayor claridad- dijo Alicia en un tono muy cortés- porque, para empezar, ni yo misma lo entiendo… ¡Comprenderá usted que cambiar tantas veces de tamaño en un solo día no es fácil de entender!
– Sí es fácil, le replicó la Oruga.
– Bueno, lo que ocurre es que usted todavía no ha pasado por ello- dijo Alicia-, pero llegará el día en que se convertirá en crisálida y después en mariposa, y entonces ¡ya veremos lo que siente usted!
-¿Y qué iba a sentir? ¡Pues nada!
– Está bien -concedió Alicia- Es posible que sus sentimientos y los míos sean muy distintos, pero puedo decirle que yo en su lugar me sentiría muy rara.
– ¡Tú! -exclamó con desdén la Oruga- ¿Y quién eres tú, si se puede saber?

El pasajero

Estoy en la plataforma de un tranvía y me siento totalmente inseguro con respecto a la posición que ocupo en este mundo, en esta ciudad, en el seno de mi familia. Sería incapaz de decir, ni siquiera vagamente, qué reivindicaciones tendría derecho a invocar en un sentido u otro. No puedo justificar el hecho de estar en esta plataforma asido a este manillar, de dejarme llevar por este tranvía, de que la gente lo esquive, o camine tranquilamente, o se detenga frente a las vidrieras. Cierto es que nadie me lo exige, pero eso no importa.

El tranvía se acerca a una parada; una muchacha se instala junto a la escalera, lista para bajar. Se me muestra tan nítida como si la hubiera palpado. Va vestida de negro, los pliegues de su pollera casi no se mueven, la blusa es ceñida y lleva un cuello de encaje blanco y punto pequeño; mantiene la mano izquierda pegada a la pared del tranvía, en su derecha un paraguas descansa sobre el segundo peldaño contando desde arriba. Su cara es morena, la nariz, levemente achatada a los costados, es ancha y redonda en la punta. Tiene el pelo castaño, abundante, y en su sien derecha se agitan unos cuantos pelitos. Su pequeña oreja está muy pegada a la cabeza, pero como estoy cerca, veo toda la parte posterior del pabellón derecho y la sombra en la raíz.

Y entonces me pregunto: ¿cómo es que no se asombra de sí misma, y mantiene la boca cerrada sin decir nada parecido?

A tua presença
Entra pelos sete buracos da minha cabeça
A tua presença
Pelos olhos, boca, narinas e orelhas
A tua presença
Paralisa meu momento em que tudo começa
A tua presença
Desintegra e atualiza a minha presença
A tua presença
Envolve meu tronco, meus braços e minhas pernas
A tua presença
É branca verde, vermelha azul e amarela
A tua presença
É negra, negra, negra
Negra, negra, negra
Negra, negra, negra
A tua presença
Transborda pelas portas e pelas janelas
A tua presença
Silencia os automóveis e as motocicletas
A tua presença
Se espalha no campo derrubando as cercas
A tua presença
É tudo que se come, tudo que se reza
A tua presença
Coagula o jorro da noite sangrenta
A tua presença é a coisa mais bonita em toda a natureza
A tua presença
Mantém sempre teso o arco da promessa
A tua presença
Morena, morena, morena
Morena, morena, morena
Morena

Aquí estoy entonces, solo sobre la tierra, sin tener más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y el más cariñoso de los humanos ha sido proscrito de ella por un acuerdo unánime. Buscaron entre los refinamientos de su odio cuál podía ser el tormento más cruel para mi alma sensible, y rompieron violentamente todos los lazos que me ataban a ellos. Yo habría amado a los hombres a despecho de ellos mismos; sólo dejando de serlo pudieron eludir mi afecto. Ahí están, entonces, extranjeros, desconocidos, nulos en definitiva para mí, ya que así lo quisieron. Pero yo, desligado de ellos y de todo, ¿qué soy yo mismo? Eso es lo que me queda por averiguar. Desgraciadamente, esa búsqueda debe ir precedida de una mirada a mi situación: es una idea por la cual es necesario que pase para llegar de ellos hasta mí.

Hace quince años más o menos que estoy en esta extraña situación. Todavía me parece un sueño (…) Sacado no sé cómo del orden de las cosas, me vi precipitado en un caos incomprensible en el que no distingo nada de nada; y cuánto más pienso en mi situación presente, menos puedo entender adónde estoy.

En El paseante solitario