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Recolección

En lo particular no me gusta la palabra «trabajo». El ser humano es el único animal que tiene que trabajar, y yo creo que es la cosa más ridícula del mundo. Otros animales consiguen lo que necesitan para sobrevivir viviendo, pero la gente trabaja como loca pensando que necesitan trabajar para mantenerse vivos.
Mientras más grande el trabajo, más grande el reto y más maravilloso creen que es. Lo mejor sería olvidar esa manera de pensar y vivir una vida fácil, cómoda y con mucho tiempo libre. Creo que así es la manera en que viven los animales en los trópicos, saliendo de sus casas en la mañana y tarde para ver qué hay de comer y luego regresando a sus casas a tomar una larga siesta. Esa debe ser una vida maravillosa.
Para los seres humanos, una vida tan simple sólo es posible si uno sólo trabajara para producir directamente sus necesidades diarias. En una vida así, el trabajo deja de ser trabajo como lo conoce la mayoría de la gente, y se convierte en una manera de simplemente hacer lo que se necesita hacer.

 

Masanobu Fukuoka.

La emoción más antigua

Prólogo
Dicen que los coleccionistas suelen ser personas de larga vida. Parece que a ellos nunca les llega la hora de morirse. Mejor dicho, sí, les llega, igual que a todo el mundo, pero los coleccionistas se resisten a morir. Y no se mueren. ¿Y eso por qué? Porque a su colección- mas bien a sus colecciones- siempre les anda faltando algo…
Caso parecido, creo yo, es el de los lectores. Hablo de los lectores adictos, de los que leen lápiz en mano, como le gusta a Steiner, dialogando con el autor; de los que jamás salen sin un libro en la mano, por cualquier cosa; de los que compran libros que, intuyen, nunca van a llegar a leer; de los que están deseando volver a casa para arrebujarse dentro del libro que están leyendo; de los que repasan la historia de su propia vida través de las marcas que fueron dejando en sus libros; de los que acarician libros y los olfatean y duermen con ellos debajo de la almohada; de los que abren un libro al azar para encontrar la respuesta a alguna pregunta, el consuelo a algún dolor, de los que retrasan la lectura de las últimas páginas para alargar el placer; de los que cuando terminan un bello libro se preguntan: “¿Y ahora, qué va a ser de mi?”.                                                                                                                                 Mi papá era un lector de ésos. “Todavía no me puedo morir –decía, disculpándose-:tengo que terminar El otoño del patriarca…” Y no se moría. Porque antes de terminar ese libro ya empezaba otro. Y entonces era cosa de nunca acabar. Una estrategia, como cualquier otra. Es que para lectores así, la muerte es un verdadero escándalo. Con todo lo que hay que leer…                                                      Quiere decir que es cierto: leer alarga la vida. Y eso no solo referido a la posibilidad de vivir vidas ajenas de agregar un cuarto a la casa de la vida, como decía Bioy Casares, de hacer cosas que jamás haríamos en la existencia común y corriente –subir a las estrellas, bajar al fondo del mar, desenterrar tesoros en islas desiertas-, no. Hablo de vivir mas tiempo, literalmente hablando.
Claro que, finalmente, los lectores adictos también se mueren. Pero lo hacen tan a su pesar, tan aforrándose con uñas y dientes a la poquita vida que les va quedando…
(Catedral de Santander, sepulcro de don Marcelino Menéndez y Pelayo, una de las estatuas funerarias mas bellas de España. De larga barba y hábito de monje, don Marcelino duerme el sueño final. Y su cabeza se apoya en una almohada de libros. En los libros, una leyenda grabada: ¡Qué lástima morir cuando me queda tanto por leer!                                                                                                                          A veces la resistencia del lector a morir es intolerable hasta ara la misma Muerte quien, condolida, se inclina a susurrar en los oídos del moribundo: “No temas, no desesperes, que el cielo debe ser una lectura continua e inagotable…” según dice Virginia Wolf, una escritora que ella, la muerte, conoce muy bien. Otras veces la muerte hace como que se confunde, como que se distrae, y mira para otro lado… y el que muere es uno que no tenia nada que ver, pero que andaba por el mundo sin un libro en la mano que lo protegiera de todo mal…                                                                                                           De lectores trata este libro. Y-quien dice leer dice escribir- también trata de escritores , esas bombas de tiempo, esos seres que nunca terminan de crecer y sentar cabeza. Fernando Pessoa, por ejemplo, que en el libro del desasosiego se pregunta: Dios me creó para niño y me dejó siempre niño. ¿pero por qué permitió que la vida me maltratase y me quitase los juguetes…?                                                                    Y también trata de maestros, y de chicos, y de risa, y de los primeros encuentros con los libros, y del derecho a la fantasía, y de lo siniestro, y de la felicidad, y del miedo, la emoción más antigua (H.P. Lovecraft) que está en el origen de toda creación…                                                                                      Son alguno de los temas que tomo en los cuales fui reflexionando a lo largo de estos últimos años. Los mismos temas enfocados desde diferentes puntos de vista. Y que se van ampliando, como los círculos en el agua. Después de todo, uno habla apenas de sus obsesiones. De lo que puede, no de lo que quiere. Y desde donde puede, que en mi caso suele ser el humor y la infancia.

«Contemplando un caracol -uno solo- pensaba Esteban en la presencia de la Espiral durante milenios y milenios, ante la cotidiana mirada de pueblos pescadores, aún incapaces de entenderla ni de percibir siquiera la realidad de su presencia. Meditaba acerca de la poma del erizo, la hélice del muergo, las estrías de la venera jacobita, asombrándose ante aquella Ciencia de las Formas desplegada durante tantísimo tiempo frente a una humanidad aún sin ojos para pensarla. ¿Qué habrá en torno mio que esté ya definido, inscrito, presente, y que aún no pueda entender? ¿Qué signo, qué mensaje, qué advertencia, en los rizos de la achicoria, el alfabeto de los musgos, la geometría de la pomarrosa? Mirar un caracol. Uno solo. Tedéum.»

Alejo Carpentier. El siglo de las luces.-

Lección número catorce.

 
«Tómese, por ejemplo, a un paseante que, sintonizando ordenadamente sus actos según un proyecto previo, puesto  a punto por la mañana, pasea con una meta precisa por el carril bien delimitado e infalible de una calle de la ciudad. Y supóngase que de pronto se halla ante el encuentro con la irrelevante presencia, en el adoquinado, de un tacón de aguja negro, imprevisto y, por otra parte, imprevisible.
Y se queda como hechizado.
Él solo, préstese atención, y no los otros miles de humanos que, con análogas disposiciones de
ánimo y de conducta, han visto el tacón de aguja negro, pero que con preciso automatismo lo han
relegado en el útil carril lateral de objetos curiosos fundamentalmente no aptos para penetrar en el
sistema de su atención, como por pragmática impostación del mismo. En cambio, nuestro hombre, sometido de repente a una cegadora epifanía, bloquea su camino, espiritual y no, al ser
irremediablemente sustraído a sí mismo por una imagen que se escucha como un reclamo que es imposible eludir, casi un canto capaz, en apariencia, de reverberar hasta el infinito.
Eso es extraño —articuló el profesor Martens en la lección n.° 14.
Cuando, en el tropel de materiales que la percepción se encarga de trasladar desde la experiencia
hasta nosotros, un detalle, y sólo ése, aflora entre el magma de la totalidad y, escapando a todo
control, llega a herir la superficie de nuestra automática ausencia de atención. Generalmente, no
hay razón para que instantes como ése acaezcan y, sin embargo, acaecen, encendiendo
repentinamente en nosotros una emoción inusitada. Son como promesas. Como destellos de
promesas.
Prometen mundos.
Se diría —articuló el profesor Martens en la lección n.° 14— que ciertas epifanías de objetos
escapados a la equivalente insignificancia de lo real son minúsculas troneras a través de las cuales es posible intuir —quizás alcanzar— la plenitud de mundos. De mundos. Desde la inanidad de un tacón de aguja perdido en la calle, se filtra luz de mujer, la luz de mujer, de un mundo —desarticuló el profesor Martens en la lección n.° 14— de tal forma que hay que preguntarse, en fin, si ésa precisamente / tal vez es ésa la única puerta a la autenticidad de los mundos

no hay en ninguna mujer toda la mujer que hay en un tacón de aguja perdido en la calle / allí está, al alcance de la mano, algo que parece / algo que es el último meollo de la inmensa experiencia colectiva y de la historia que subyace bajo el nombre de mujer / digamos que su verdad tornasolada / más en concreto, lo que en la realidad corresponde a cuanto en nuestro horizonte perceptivo acaece en cuanto emoción y sensación subsumible en la expresión lingüística mujer

no hay en ninguna mujer toda la mujer que hay en un tacón de aguja perdido en la calle: y, si esto es cierto, la autenticidad sería entonces una metrópoli subterránea perceptible por el destello de troneras minúsculas que la anuncian, objetos-luminiscencias tallados en la superficie blindada de lo real, llamaradas que son anunciación y atajo, señal y puerta, ángeles —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14. Añadiendo: y que nadie me venga ahora con la magdalena de Proust. Nos hemos encadenado a esa imagen obscenamente doméstica, burguesa, hogareña / se ha neutralizado en ella el ardor de las verdaderas troneras, reducidas a fenómenos insignificantes en sí mismos de memoria involuntaria y, quién sabrá por qué, reveladora / echados sobre el diván del médico hemos malbaratado los destellos epifánicos del subsuelo como regurgitaciones deprimentes de subconsciencias personales e individuales / los hemos entregado a una cura consoladora, como si fueran cálculos renales, que hay que drenar y expulsar en la micción de los recuerdos, los recuerdos / la memoria / diuresis del alma / imperdonable cobardía / como si —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14, bajando de su tarima y acercándose a Gould-
como si el hombre que queda hechizado por el tacón de aguja, negro, fuera, en ese momento, él mismo: y tuviera su biografía, y su memoria. Éste es el engaño. Los ojos que ven los destellos son terminales irrepetibles del mundo. Son combinaciones de hechos ocurridos, constelaciones objetivas de eventualidades convergentes en un único instante y un mismo lugar. No hay nada de subjetivo. Cada destello es un acontecimiento de objetividad. Es lo auténtico desfigurando lo real
piensa qué ojos, capaces de ser tan sólo reales, y basta, ojos sinhistoria

después, y sólo después, entonces ya es historia escucha, después, entonces, ya es historia

en la ambición de hacer eterno ese destello, se le convierte en historia, a poco que pueda

piensa en la mente que pueda hacerlo

qué levedad, y fuerza, para mantener suspendido un destello todo el tiempo necesario hasta
llegar a ver cómo se disuelve en historia esto sería acuñar historias, esto es lo que se debería saber hacer, permaneciendo a la escucha todo el tiempo necesario, esperando la grieta escondida en la llama del destello, recogiendo su paso y sus medidas, su respiración, su porte, caminando por sus senderos, respirando sus tiempos, hasta tener, en la mano, en la voz, ese instante abierto en su lugar, y dulcificado en la línea curva de una historia, afilado en la línea recta de una historia
¿puedes imaginarte un gesto más hermoso? —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14.
Martens era el profesor de la asignatura de mecánica cuántica. Tenía obsesión por las bicicletas,
de las cuales, por otro lado, se caía con frecuencia debido a una laberintitis mal curada. Un abuelo
suyo había combatido en la batalla de Charlottenburg, y él tenía pruebas de ello. Es lo que decía.»

En City

En el exterior de la isla, más allá de la roca desnuda, había una mancha de selva muerta. Estaba en el trayecto mismo del viento y durante muchos siglos hizo el intento de crecer desafiando las tormentas. Por ello adquirió aquella apariencia tan propia. Desde los botes que pasaban era evidente que cada uno de los árboles se estiraba, tratando de alejarse del viento, que todos ellos se agazapaban y se retorcían y muchos se arrastraban. Con el tiempo los troncos se quebraban o se pudrían y luego se hundían y los árboles muertos sostenían, o bien aplastaban, a los que estaban aún verdes en la copa. En conjunto formaban una maraña de resignación obstinada. El suelo brillaba de agujas pardas, salvo donde los abetos habían decidido reptar en lugar de erguirse, en una especie de frenesí, con su fronda verde y exuberante, húmeda y reluciente como la de una selva tropical. Esta selva se llamaba “la selva mágica”. Se había formado a sí misma con un esmero lento y laborioso, y el equilibrio entre supervivencia y muerte era tan delicado como inconcebible imaginar la menor alteración. Abrir un claro o separar los troncos podría llevar a la ruina de la selva mágica. No era posible desagitar los puntos pantanosos ni plantar nada detrás de la valla de árboles espesa y protectora. En el seno de esta espesura, en los lugares donde nunca brillaba el sol, vivían pájaros y pequeños animales. Cuando el tiempo era apacible, se oía el rumor de alas y de pasos menudos y apresurados, pero los animales nunca se dejaban ver.
(…)
Abuela, por su parte, se sentaba en la selva mágica y esculpía animales fantásticos. (…) Trabajaba sólo la madera vieja, que ya había descubierto su propia forma, es decir, veía y elegía los trozos de madera que expresaban lo que ella quería.
En una oportunidad encontró en la arena una vértebra blanca de gran tamaño. Era muy difícil de trabajar, pero de todos modos nunca habría sido posible hacerla más bonita de lo que era. La dejó, pues, sin cambiarla, en la selva. Encontró más huesos blancos o grises, todos traídos a la playa por la marea.
– ¿Qué estás haciendo?- le preguntó Sofía
– Estoy jugando- respondió abuela
Sofía se internó en la selva mágica y vio todo lo que había hecho abuela.
– ¿Es una exposición?- le preguntó
Abuela le dijo que nada tenía que ver con la escultura, que la escultura era algo muy distinto.
Las dos comenzaron a juntar huesos a lo largo de la playa.
Juntar es una tarea extraña, ya que no se ve nada, salvo lo que uno busca. Si juntamos frambuesas, vemos sólo las que están rojas, y si juntamos huesos, vemos sólo los que son blancos.
(…)
Sofía y abuela llevaban todo lo que encontraban a la selva mágica. Por lo general iban al atardecer. Decoraban el suelo bajo los árboles con arabescos de huesos que parecían ideogramas, y cuando se les acababan los diseños se sentaban un rato a conversar y escuchar los movimientos de los pájaros en la espesura. Una vez sorprendieron a una codorniz y otra vieron a una lechucita. Estaba posada en una rama y su silueta se dibujaba contra el cielo de la tarde. Nadie había visto nunca antes una lechuza en la isla

 

JANSSON, Tove (1972), El libro del verano, Buenos Aires, Sudamericana

Trepado al naranjo un día de llovizna
mientras mi bolso arquea la rama,
mi abrigo se cubre de pequeñísimas gotas;
debo estar loco de no saber agradecer.

La vida es un árbol que se carga de frutos,
sólo que no hay por qué esperar un día de sol,
sólo que nada hay que esperar sino la vida
corriendo como un viento entre las hojas.

Trepado al naranjo mi bolso arquea la rama,
con esta carga será -pienso- difícil bajar,
mientras tanto prosigo cortando naranjas
entre espinas y gotas de lluvia.

Roberto Malatesta, Flores bajo la lluvia, Ediciones del Dock

Era apenas una caja de lata

una caja pequeña

con pintura saltada

y dibujos de colores.

Nunca fue mía

pero yo pensaba

en cuántas cosas podría guardar

si la tuviera.

Guardaría por ejemplo

el recuerdo de tus ojos

el color de tu voz

el tamaño de mi amor.

Era apenas una caja de lata

que nunca fue mía.

 

Gustavo Roldán, Bajo el burlón mirar de las estrellas, Argos, Córdoba, 2008

Corre sobre las llanuras, selvas y montañas, un infinito viento generoso.

En una inmensa e invisible bolsa va recogiendo todos los sonidos, palabras y rumores de la tierra nuestra. El grito, el canto, el silbo, el rezo, toda la verdad cantada o llorada por los hombres, los montes y los pájaros van a parar a la hechizada bolsa del Viento. Pero a veces la carga es colosal, y termina por romper los costados de la alforja infinita. Entonces, el Viento deja caer sobre la tierra, a través de la brecha abierta, la hilacha de una melodía, el ay de una copla, la breve gracia de un silbido, un refrán, un pedazo de corazón escondido en la curva de una vidalita, la punta de flecha de un adiós bagualero.

Y el viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las «yapitas» caídas en su viaje. Esas «yapitas», cuentas de un rosario lírico, soportan el tiempo, el olvido, las tempestades. Según su condición o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se pierden. Otras, permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y el olvido -la alquimia cósmica- les hicieran alcanzar una condición de joya milagrosa.

Pero llega un momento en que son halladas estas «yapitas» del alma de los pueblos. Alguien las encuentra un día. ¿Quién las encuentra? Pues los muchachos que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de la selva en la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, a junto a los fogones. Las encuentran los hombres del oscuro destino, los brazos zafreros, los héroes del socavón, el arriero que despedaza su grito en los abismos, el juglar desvelado y sin sosiego.

Las encuentran las guitarras después de vencido el dolor, meditación y silencio transformados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las que esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaravíes.

Y con el tiempo, changos, y hombres, y pájaros, y guitarras, elevan sus voces en la noche argentina, o en las claras mañanas, o en las tardes pensativas, devolviéndole al Viento las hilachitas del canto perdido.

Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo. Hay que entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soñarlo. Aquel que sea capaz de entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y su destino, hallará siempre el rumbo, alcanzará la copla, penetrará en el Canto.

 

Atahualpa Yupanqui, El canto del viento

Lo primero de todo es tener una máquina que a uno le guste, la que más le guste a uno, porque se trata de estar contento con el cuerpo, con lo que uno tiene en las manos y el instrumento es clave para el que hace un oficio, y que sea el mínimo, lo indispensable y nada más. Segundo, tener una ampliadora a su gusto, la más rica y simple posible (en 35 mm la más chica que fabrica Leitz es la mejor, te dura para toda la vida).

El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaíso o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, dejarse llevar por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.

Luego que has vuelto a la casa, revelas, copias y empiezas a mirar lo que has pescado, todos los peces, y los pones con su scotch al muro, los copias en hojitas tamaño postal y los miras. Después empiezas a jugar con las L, a buscar cortes, a encuadrar y vas aprendiendo composición, geometría. Van encuadrando perfecto con las L y amplías lo que has encuadrado y lo dejas en la pared. Así vas mirando, para ir viendo. Cuando se te hace seguro que una foto es mala, al canasto al tiro. La mejor las subes un poco más alto en la pared, al final guardas las buenas y nada más (guardar lo mediocre te estanca en lo mediocre). En el tope nada más lo que se guarda, todo lo demás se bota, porque uno carga en la psiquis todo lo que retiene.

Luego haces gimnasia, te entretienes en otras cosas y no te preocupas más. Empiezas a mirar el trabajo de otros fotógrafos y a buscar lo bueno en todo lo que encuentres: libros, revistas, etc. y sacas lo mejor, y si puedes recortar, sacas lo bueno y lo vas pegando en la pared al lado de lo tuyo, y si no puedes recortar, abres el libro o las revistas en las páginas de las cosas buenas y lo dejas abierto en exposición. Luego lo dejas semanas, meses, mientras te dé, uno se demora mucho en ver, pero poco a poco se te va entregando el secreto y vas viendo lo que es bueno y la profundidad de cada cosa.

Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerces la salida a tomar fotos, porque se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma, es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puedes partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaíso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en el saco de dormir en algún lado en la noche, y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, que nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando, y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando ya con más cuidado, algo has aprendido a componer y recortar, ya lo haces con la máquina, y así se sigue, se llena de peces la carreta y vuelves a casa. Aprendes foco, diafragma, primer plano, saturación, velocidad, etc., aprendes a jugar con la máquina y sus posibilidades y vas juntando poesía (lo tuyo y lo de otros), toma todo lo bueno que encuentres, bueno de los otros. Hazte una colección de cosas óptimas, un museíto en una carpeta.

Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tú eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti no lo veas, no sirve. Tú eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplías, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso, al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.

Bueno, con esto tienes para comenzar. Es mucho vagabundeo, estar sentado debajo de un árbol en cualquier parte. Es un andar solo por el universo. Uno nuevamente empieza a mirar, el mundo convencional te pone un biombo, hay que salir de él durante el período de fotografía.

Sergio Larrain