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Sexualidad

Por eso es que sus hijos crecen de manera

bellamente suicida

James Wright –El otoño comienza en Martins Ferry, Ohio–

I

Estamos en Florencia, en el Bargello, y ella me pregunta,

¿En qué pensás? y yo le digo, En la belleza, mientras pienso

en lo lejos que estamos ahora del taller mecánico 

y de los campos secos de Kansas, y de aquellos horizontes

sin árboles con cielos parecidos a pizarras y las pasiones sordas 

de los obreros del petróleo y de los campesinos muertos de hambre, 

lo suficientemente  borrachos o románticos 

para llorar de forma más o menos silenciosa 

en un rincón oscuro del bar su soledad, ¿o qué, si no?,  lo cual 

viene a querer decir el dolor del deseo frustrado, o en resumen: la belleza, 

o su falta, más bien, y ahora pienso de nuevo que jamás ningún hombre

de mi familia usó, en mi presencia ni en la de nadie más, esa palabra,

excepto para hablar, a lo mejor, del último modelo de alguna camioneta

o de un venado muerto. Esta intuición me sobrevino por primera vez 

cuando era un muchachito,  un día en que un azar de las ondas radiofónicas 

permitió que pasara a través de la estática de nuestra Motorola nueva

una conversación sobre lo bello entre Robert Penn Warren y Paul Weiss

en la universidad de Yale. Estábamos en Kansas

comiendo papas fritas de bolsa con sabor a salsa barbacoa,

esperando que Father Knows Best apareciera entre la nieve

de la TV rural, en el ’63. Me sentí anonadado, transportado a otro lugar.

Había dos adultos que hablaban de la idea de “belleza”,

con seriedad y dignamente, como si ellos mismos 

y el tema que trataban, como tema de charla entre varones,

fueran normales, como hablar del precio de la soja, 

o de que es de boludos invertir en el mercado de materias primas, 

o del equipo que tenía Oklahoma, o de que Gimpy Neiderland 

casi se muere cuando lo operaron de hemorroides.

Hablaban de lo bello, y se pasaban haciendo referencia a Platón y a Aristóteles,

y a otro más, un tal Pater, y era probable que fuesen homosexuales.

Hubiera sido lo más natural del mundo suponerlo, porque eran dos adultos

que hablaban de lo bello, en lugar de rascarse la bragueta o putear al gobierno

por tratar de decirle lo que hacer a todo el mundo. 

Eso no era algo bello. El gobierno. No es bello, aunque un hombre jamás

usaría ese término. Una vez, mi tío Ross de California,

que había venido a casa un domingo a cenar,

le dijo a mi mamá que su centro de mesa era “divino”,

y mi papá se levantó y se fue, claramente irritado por el término “divino”, 

quizás sumado a lo que representaba California para él,

y a que a mi tío le gustaba bailar tap. La luz de las persianas venecianas,

la luz plateada y otoñal de Kansas,  que bañaba la mesa ese domingo,

es lo que ahora recuerdo, por lo bella que era, aunque en ese momento

no habría dicho eso; bella como lo son tantos momentos

que se olvidan y luego se recuerdan, que vuelven a nosotros 

en un rapto de luz: son bellos en sí mismos, 

pero son aun más bellos al mezclarse en el recuerdo,

la luz sobre la mesa dispuesta con esmero por mi madre

y la silla vacía al lado de mi tío, la luz que se filtraba

por los listones verdes de plástico en el techo del taller mecánico

en donde trabajé con mi papá tantas tardes, parado o agachado

entre charcos de luz y de sudor, con hombres que sabían

lo que significaban en verdad el trabajo, el dinero y otras cosas

duras y verdaderas, y que jamás, en ningún caso, usaban la palabra belleza.

II

Finales de noviembre, las sombras se acumulan en el ala norte

del taller, y yo miro a Bobby Sudduth trabajar en la Hobbs en unas piezas.

Vuelve a fallar un corte, puta madre, qué máquina del orto,

y empieza una vez más, con torpeza, despacio, a una o dos juntas

de hacerse despedir, igual a él todo le chupa un huevo.

Vuelve a poner la pieza, mientras le brillan las muñecas blancas 

a la luz de las lámparas, que dejan ver unos tatuajes toscos y despintados,

recuerdos ambos de una noche en Tijuana, y prosigue el relato

de su autobiografía sexual, Chabón, yo me cogí a mi hermana, 

y, posta, que no estuvo nada mal. Después, en Filipinas, me agarré gonorrea;

para mí, un hombre que no tuvo nunca ninguna enfermedad

venérea, no es un hombre. Yo me alejo, consciente 

de que acabo de oír la frase más idiota pronunciada jamás

por animal u hombre. Alrededor de mí, el aire vibra

con un zumbido bajo, metálico y sombrío,  y en el momento en que alguien

abre la enorme puerta del taller, la luz se cuela igual que se derrama

la leche de un tazón. Entra una ráfaga estridente y plomiza, 

como arremolinada, y ese viento caliente me embolsa el mameluco,

y en el patio, el escape del camión malacate petardea, y se niega a arrancar.

Se va tiñendo el cielo de amarillo y chillan los gorriones en las vigas.

En Dallas, esa tarde, asesinan a Kennedy.

Dos semanas más tarde, sentados sobre mesas giratorias

y sobre bloques móviles cuyos rulemanes cubren el piso del taller

como huevos gigantes, cerramos la canasta del almuerzo,

después nos recostamos a fumar, y miramos el humo y las motas de polvo

subir y dispersarse hacia la luz. Todos nosotros vimos la noticia en la tele

y las fotos de Life,  en nuestros cuartos como cuevas, 

la luz de la pantalla proyectando asesinatos, multitudes, sobre nuestras caras,

algunos lo soñaron con la tele prendida, zumbando y parpadeando,

vieron el brazo de ella sobre el cuerpo espigado, a los hombres de negro

que se apiñaron a su alrededor, como polillas, y la caravana,

esa larga serpiente, detenerse. Luego escuchamos al presentador,

y despertamos en la oscuridad, sin poderlo creer. Ahora hablamos de eso,

con los ojos clavados en el techo de chapa, que parece una enorme pantalla,

qué país más extraño, mientras que Bobby Sudduth hace un bollo 

con su bolsa de Fritos y le apunta al reloj de fichar, y dice, La verdad,

Oswald, que de tan lejos, fue una belleza el tiro.

III

El verano siguiente. Un Corvette negro brilla como un pedazo

de ónix en el patio, adentro vienen dos muchachos jóvenes,

parecidos a Marlon Brando, que dicen “Hollywood”

cuando Bobby pregunta de dónde son. El capataz, que es mi papá,

los trajo porque estamos tapados de trabajo, en el taller y el patio

hay apiladas partes de las plataformas petroleras, todos los días vienen

remolques a dejar los malacates rotos de perforación, estamos como locos.

Hay un ruido terrible, un grupito de obreros de una plataforma descompuesta

gritan órdenes, los peones del taller entre los engranajes de los malacates,

sopletean los rulemanes congelados para aflojarlos luego a martillazos.

El armazón de hierro retumba como un parche de tambor. Buscando algo de paz,

yo me subo a unos caños para fumar un cigarrillo rápido,

y así comienza para mí este recuerdo, el más extraño 

de todos los que tengo del taller y de los hombres que en él trabajaban, 

porque el silencio se ha cernido sobre mí, como la sombra de las cajas

que todos los otoños me pasaban volando por sobre la cabeza,  

como el callado cambio imperceptible de las estaciones,

el taller de repente se volvió silencioso en la mitad de un día de trabajo,

y me pongo a mirar a través de las puertas, que son altas,

y veo a los maquinistas de espaldas, el chillido conjunto de los tornos,

y los veo en el medio del taller, en un rectángulo de luz, los dos californianos,

mientras los soldadores se levantan las máscaras y miran para arriba,

lo primero que veo son sus caras, que tienen la expresión

de un chico en el zoológico, o la de quien ha visto la nieve por primera vez,

al ver a los dos hombres desnudos, con la ropa apilada en el suelo,

como si fueran a meterse al agua, y recuerdo lo frágiles y pálidos

que parecían sus cuerpos junto al hierro y al metal de las perforadoras

y los molinos y los tornos. Yo en ese entonces no sabía lo que era 

un exhibicionista, por lo cual pensé por un momento

que les había fallado la memoria, que por algún motivo se habían olvidado

del lugar en que estaban, que esto no era el vestuario después de algún partido,

que no iban a ducharse, que éste no era el lugar apropiado para eso,

que iban a darse cuenta, y que, súbitamente avergonzados,

se empezarían a vestir de nuevo. Pero no, no lo hicieron, y en mi recuerdo están

congelados, posando igual que los modelos de las clases de dibujo,

y podría decirse que el boceto que forman, aunque no lo podría decir yo

ni ningún otro hombre, es bello, están parados para siempre

ahí, con el reloj corriendo detrás de ellos, el tiempo corre pero no se mueve,

como ese túnel blanco de silencio entre el momento en que cae la pelota

y el estruendo de las hombreras al golpearse, 

que parece que nunca va a llegar, y de repente llega, y escucho a alguien respirar

a mi derecha, al lado de la Hobbs, y es Bobby Sudduth, que tiene una expresión

que, me parece ahora, no es de rabia, sino de terror,

una expresión salvaje, como de un animal, que se le ve en los ojos

y en la tensión de la mandíbula y el cuello, todo se hace borroso y de repente alza 

la mano izquierda y tiene una lima de hierro, y avanza hacia los hombres

que lo esperan inmóviles y atentos, como un ciervo que tiembla

en un claro del bosque, y mi papá aparece de inmediato

entre Bobby y los hombres, como si los estuviera despertando

de un sueño prolongado, y extiende el brazo para tocarle el hombro al rubio,

y les dice con una voz que es casi terrible por su amabilidad,

su discreción, Muchachos, van a tener que irse. Mira a Bobby, que vuelve

a desaparecer entre las sombras de la Hobbs, y luego vuelve caminando rápido

a su oficina, en el frente del taller, y pronto el Corvette negro

con la chapa naranja que dice California se aleja a todo lo que da por la 54

y se pierde en el sol, rumbo al oeste.

IV

Ahí están, como siempre los voy a recordar, 

estos hombres que alguna vez fueron fullbacks, guardias o tackles,

agachados los dos, en posición de tres puntos, el puño contra el suelo, 

hambrientos de la gloria de la secundaria y del orgullo de sus padres, ávidos

por galopar terriblemente contra el cuerpo del otro, cada uno en su cuerpo, 

observando la desnudez de un cuerpo como el suyo,

hombres que cada otoño habían seguido al padre por los campos

de Kansas, llenos de faisanes, y que cuando eran chicos

habían bajado del tractor, después de haber logrado hacer

su primer surco recto, limpiando con la lengua la tierra de los labios,

la mano de sus padres apoyada en sus hombros suavemente,

hombres que en las cocinas calientes en invierno por el horno encendido

de sus casas bautistas vieron luego de un baño el cuerpo de sus padres

que los hizo sentir disminuidos, que ese mismo invierno

sintieron en el patio de la escuela por primera vez la extraña intimidad

del puño en el mentón de otro chico más grande, pero de todos modos

lo siguieron golpeando ferozmente, y se fueron, sintiendo por primera vez

la fuerza, la abundancia, de sus propios cuerpos. E imagino a los hombres, 

esa tarde, después del día más extraño de sus vidas,

tras irse del taller sin pronunciar palabra, 

y recorrer el largo camino de regreso solos en sus camionetas,

los veo en sus casitas blancas de madera, donde termina el pueblo,

perdidos en el largo silencio de la tarde, 

finalmente encarando a su mujer, tocando sin hablarle 

sus cabellos, que ella aprendió que debe llevar sueltos 

a esta hora de la noche, sacándole el camisoncito blanco,

mientras ella a su vez le saca la camisa de trabajo,

empapada de grasa y de sudor por la labor del día,

hasta que están desnudos el uno frente al otro, y empiezan a tocarse

los cuerpos en una coreografía lenta de gestos familiares,

ella le toca el pecho, la mano de él roza los pechos de ella,

pero él no dice la palabra “bello” porque no puede ni podría nunca,

y ella no la dice para no avergonzarlo, como avergonzaría a todos

los hombres que conoce, aunque es precisamente la palabra en que pienso

acá parado frente al Donatello de David, con mi esposa tocándome la manga,

¿En qué pensás?, y yo pienso en la carta que hace ya varios años

me mandó mi papá, en la que me contaba cómo había muerto Bobby Sudduth,

por un único tiro de una escopeta de calibre doce 

que tenía agarrada contra el pecho, supongo que su muerte 

habrá sido la muerte del corazón, algo de una belleza 

terrible,  como alguien dijo de la muerte de Hart Crane, 

aunque darle ese uso a la palabra me parece perverso, y yo en ese momento 

me quedé anonadado, pensando en todo el daño que los hombres 

se inflingen en sus propios cuerpos, ¿En qué pensás?, me vuelve a preguntar, 

y yo empiezo a contarle de una extraña tarde en Kansas, 

algo sobre lo que no le había hablado nunca, 

y así llegamos junto a una ventana donde la luz cambiante 

esparce como un lustre sobre el marco, y mirando por ella

vemos que la ciudad brilla como kilómetros de trigo sin cortar,

hasta los edificios más lejanos se encienden a su turno, 

lo mismo la gran cúpula, igual que el techo de metal del taller 

se prendió fuego, tarde, un día de otoño, yo le cuento, no sabés qué belleza. 

Traducido por Ezequiel Zaidenwerg

Naa nga gunaa yu ni guchezalu’ ne bisaananeu’ xpiidxilu’
Yanna caguiibelade’ ti che’ dxiibi
Cusiaya’ xtuuba’ guie’ xiñá’
ni biaana lu ziña yaa sti daa
Ma cadi dxapahuiini’ mudu di naa
xa ni cabeza guendandá dxi ra na’ xpa’du’
nga nuxhele laa
Zineu’ guie’ stine’
¡Dxu! ¡beenda!
Qui ñalu naa bichuugulu’ guie’
Ca yagana’ qui ñanda nucueezaca’ lii
Nisaguié ruuna lua’ qui zugaanda
cu’ gudxa layú
ne guni guiele’ sti bieque guie’ stine’

Soy la mujer tierra que rasgaste para depositar tu semilla
Lavo mi cuerpo para ahuyentar el miedo
Limpio las huellas de pétalos rojos
sobre la tierna palma del petate
No soy más la niña capullo
que esperaba el día en que las manos de su amado
la hicieran florecer
Te llevaste mi flor
¡Soldado!
Sin piedad la arrancaste
Mis ramas no tuvieron fuerzas para detenerte
La lluvia de mis ojos no será suficiente
para humedecer el suelo
y hacer que mi flor renazca

El disfraz de mi padre


De alguna manera nunca me detuve a pensar
que a mi padre le gustaba vestirse de mujer.
Tenía su lenguaje de signos para decir que las mujeres
hablaban mucho o eran estúpidas,
pero en cuanto había una fiesta de disfraces
se vestía como nosotras, las pelotas de tenis
como pechos—pelotas por pechos—la peluca rubia
de paje, el lápiz de labios, se contoneaba
con movimientos llenos de gracia
como si un solo ser pudiera contener el
universo entero, los límites curvándose de regreso para
aparecer por detrás. Seis pies, y tal vez
uno ochenta, uno noventa, tenía las piernas
formadas de un Betty Grable varón—vestido con una falda
corta, se reclinaba contra una columna de la biblioteca
haciendo durar su quinto trago, mirando
a su alrededor desde la reclusión de su máscara
con esos ojos salados. La vecina
tenía cola y orejas, estaba envuelta en papel de aluminio,
era Kitty Foil, y mi madre tenía
un pequeño esmoquin, pero él siempre ganaba
el premio. En esas noches, tenía una mirada osada,
como si se estuviera librando de algo,
un aire de triunfo, de haber robado algo que
le había pertenecido. Y que yo haya sabido, como mujer
nunca vomitó, no se desmayó, no hizo
esos gestos de desprecio con las manos, solo se reclinaba,
voluptuoso, a sus anchas, profundamente
presente, como si captara todo su potencial, cruzando
al otro lado dentro de sí mismo, y de vuelta,
al otro lado y de vuelta.

His Costume


Somehow I never stopped to notice
that my father liked to dress as a woman.
He had his sign language about women
talking too much, and being stupid,
but whenever there was a costume party
he would dress like us, the tennis balls
for breasts—balls for breasts—the pageboy
blond wig, the lipstick, he would sawy
his body with moves of gracefulness
as if one being could be the whole
universe, its ends curving back to come up from behind it. Six feet, and mayne
one-eighty, one-ninety, he gad the shapely
legs of a male Grable—in a short
skirt, he leanes against a bookcase pillar
nursing his fifth drink, gazing
around from inside his mascara purdah
with those salty eyes. The woman from next door
had a tail and ears, she was covered with Reynolds Wrap,
she was Kitty Foil, and my mother was in
a teeny tuxedo, but he always won
the prize. Those nights, he had a look of daring,
as if he was getting away with something,
a look of triumph, of having stolen
back. And as far as I knew, he never threw
up as a woman, or passed out, or made
those signals of scorn with his hands, just leanes,
voluptuous, at ease, deeply
present, as if sensing his full potential, crossing
over into himself, and back,
over and back.

duermo conmigo / acostada boca abajo duermo
conmigo / para el lado derecho duermo conmigo /
duermo conmigo abrazada conmigo / no hay noche tan
larga en la que no duerma conmigo / como un trovador
agarrado al laúd duermo conmigo /  duermo
conmigo bajo de la noche estrellada / duermo conmigo
mientras los demás cumplen años / duermo
conmigo a veces con los anteojos / y en medio de la oscuridad sé que estoy durmiendo conmigo / y quien quisiera dormir conmigo
va a tener que dormir al lado.

 

 

eu durmo comigo

eu durmo comigo/ deitada de bruços eu durmo
comigo/ virada pra direita eu durmo comigo/ eu
durmo comigo abraçada comigo/ não há noite tão
longa em que não durma comigo/ como um trovador
agarrado ao alaúde eu durmo comigo/ eu durmo
comigo debaixo da noite estrelada/ eu durmo comigo
enquanto os outros fazem aniversário/ eu durmo
comigo às vezes de óculos/ e mesmo no escuro sei que
estou dormindo comigo/ e quem quiser dormir comigo
vai ter que dormir ao lado.

Placeres

Me gusta descubrir
lo que no ve
una vista simple, pero está

dentro de algo de otra naturaleza,
en reposo, escindido.
Plumas de vidrio, ocultas

en la pulpa blanca: las espinas de calamar
que arranco y dejo
en el colador cuchillada a cuchillada—

Afiladas por la velocidad como para traspasar
un corazón, pero frágiles, la materia
desmintiendo el diseño

Oh una fruta, el mamey

envuelto en la piel áspera y marrón, la carne
rosa-ámbar y el carozo:
el carozo, una gema de madera tallada y

pulida, de color nuez, con la forma
de una castaña de Pará, aunque más grande,
tan grande como para llenar
la palma hambrienta de una mano.

Me gusta el tallo jugoso que crece
por la hoja más basta,
y el resplandor amarillo manteca
de la copa ceñida donde la campaña
se abre fría y azul en una mañana calurosa.

El riesgo de la verdad

 
Caes en mí como una brusca levedad del clima,
del agua,
de una oblicua y desterrada colina,
castigo delicado de un paisaje solamente hollado
por su propia demencia.
Mi desnudez asume así tu cálido cristal
y se destina más al fondo del celo con piel sonriente candente de tu herida.
Adorada mía tapizada de rayos,
con tu colina bajando todas las aguas de la
locura.
Niña mía, con la boca cargada del esplendor del
plátano, alguien,
alguien tiene que depender del canto.

Poema para mi amor

Cómo llegamos a estar una junto a la otra
en la noche
Dónde están las estrellas que nos hacen inevitables
a nuestro amor
Afuera las hojas se encienden en la oscuridad
y la lluvia
cae fría y bendita en la carne sagrada
los hombres negros esperando en la esquina
un espejismo femenino
La paz es un asombro para mí
Es esta posibilidad de vos
dormida
y respirando en el aire quieto