En esa casa

En esa casa, a puerta cerrada,
mataban chanchos.
Ver muertes y destripes
nos hubiera sido más benigno:
ya habríamos olvidado.

Pero no: sentados en la vereda rota
sólo oíamos gritos desesperados,
largos vagidos de agonía. Nuestra imaginación
creó un animal casi humano.

Los ruidos de la muerte venían por el aire.
No respires, dijo alguien.
¿Fui yo el que hablo? No lo sé, pero todos intuimos
que esa agonía
entraba en nosotros
como un oscuro veneno
que algún día tenemos que devolver.

Barriles de cadenas. Medias reses apiladas en camionetas.
Búfalos acuáticos que arrastran troncos de teca por el barro del río
en las afueras de Mandalay. El Pantocrátor de la cúpula bizantina.
La grúa colosal que transporta bloques de acero
entre rugidos por la luz mortecina hasta la cortadora gigantesca
que rebana unas planchas diamantinas de tres cuartos de pulgada
que caen una por una. El peso de la mente fractura
las vigas y pilares del espíritu, hace que se derrame
la fragua del corazón. Lingotes incandescentes del tamaño de un coche
salen de una fresadora titánica, escoria roja que se desprende
del metal que brilla más en la oscuridad. El río Monongahela
más abajo, con el resplandor de la noche en la panza. Silencio
salvo el ruido de la maquinaria dentro de uno. Vas
a volver a amar, me dice la gente. Dale tiempo. A mí que el tiempo
se me acaba. Día tras día de la vida diaria.
Lo que llaman la vida de verdad, en planchas de un octavo de pulgada de grosor.
Lo nuevo que se pasea por ahí como si tuviera algún sentido.
Ironía, pulcritud y rima que pretenden pasar por poesía.
Quiero volver a esa época después de la muerte de Michiko
en que lloraba todos los días entre los árboles. A lo real.
A la magnitud del dolor, a estar así de vivo.

¿Será sólida el alma, como el hierro?
¿O delicada y frágil, como alas
de polilla en el pico del búho?
¿Quién tiene alma y quién no?
Me la paso mirando.
La cara del alce tiene la misma tristeza
que la cara de Jesús.
El cisne despliega lentamente sus alas blancas.
En el otoño, el oso negro lleva hojas a la oscuridad.
Una pregunta lleva a la siguiente.
¿Tendrá forma? ¿Como de iceberg?
¿Como de ojo de colibrí?
¿Tendrá un solo pulmón, como las víboras y las vieiras?
¿Por qué tendría que tener alma yo, y no la osa hormiguera
que ama a sus crías?
¿Por qué yo, y no el camello?
Si me pongo a pensar: ¿y los arces?
¿Y los lirios azules?
¿Y las piedritas, tiradas por ahí solas, a la luz de la luna?
¿Y las rosas, y los limones, y sus hojas relucientes?
¿Y el pasto?

Las direcciones contrarias

No es de la salvación
de lo que hablo, es
de lo que no se salva
y queda siempre
con el arpón clavado,
y tenso en la soga
que lo arrastra hacia arriba,
va al fondo igual,
Moby Dick en la propia calavera.
Y por eso, si el alma o la ballena
lo que se hunde
lo mismo da: la vuelta es por el fondo.

Quiero decir, parece
una insistencia de las cosas
–y de los seres–
que la gracia
venga a aliviarles el desastre
cuando ya iban a darse
por vencidos. Si no
cómo se explica
que suba así de dulce la mañana
y que uno sienta
abrirse todavía el corazón
al toque blando de la luz
cuando un instante atrás apenas
estaba todo
tan oscuro.

Sonia Scarabelli

engendra más violencia la / violencia / o eso me dijeron / pero todos los rascacielos de este país / siguen en pie / a pesar de la sangre / que fabrica un barco debajo de la lengua / tras pronunciar su nombre / la violencia engendra / más oportunidad para la foto / al pie de un templo / en llamas / me uno a la resistencia / y alguien me da una rosa / del color de rendirse / la violencia engendra sed / algo nuevo que pide / agua limpia / una vez / hacia el cielo / oscuro / y con manchas / alcé un puño / enfundado en un guante / cosido en un país / destruido por nuestras bombas / compré los guantes en un negocio / después de las doce de la noche / la cajera tenía una foto de su hija / estampada en la remera / y parecía que había estado llorando / antes de que yo llegara / la violencia engendra un hambre de calor / a toda costa / en el auto con el motor en marcha / hago una lista de cosas / que todavía no se tragaron / los fantasmas con cuernos de este imperio / si te construís tu propia carcel / podés encontrar tu propio mapa / hacia la libertad / el humo de todos nuestros motores / le hace señas al sol / para atraerlo / los mares crecen / a la altura de un chico / a caballito de su mamá / que señala el horizonte con un único / dedo / tembloroso

¡Asombrosos viajeros! ¡Qué nobles historias
Leemos en su ojos profundos como mares!
Muéstrennos los estuches de sus recuerdos,
Esas joyas maravillosas, hechas de éter y de astros.

¡Queremos viajar sin vapor y sin velas!
Para ahuyentar el tedio de nuestras prisiones,
Traigan a nuestros espíritus, tensos como un una tela,
sus recuerdos con marcos de horizontes.

Digan, ¿qué vieron?

Charles Baudelaire, en Las flores del mal

La siesta

“Las verdaderas historias están escritas con esa misma fuerza loca y desmedida de la infancia: para resistir, y antes de ser escritas han pasado por los huesos y por las venas y por cada fibra del organismo de un ser vivo. Esas historias no pueden ser sino lo que son, no son alegorías ni símbolos, no establecen metáforas entre las cosas del mundo, son ellas mismas la metáfora que alguien lee en su propia carne, desprendidas del dolor o del placer o de la furia o del asco como la cáscara de una herida, como la pequeña capa que la protege insuficientemente y que ha de dejarla expuesta para que pueda curarse al sol, al aire libre, cuando sea el tiempo.”

 Claudia Masin

Madre, vuelvo a la cocina a mirarte.
Estás de espalda.
Vuelvo a cobrarme una deuda.
La luz del sol infló la cocina de luz blanca. Y, entonces,
no puedo verte.
No puedo saber tu edad (¿estás vieja?, ¿estás muerta?).
Pero yo sé mi edad.
Tengo la edad del que creyó estar muerto
hasta que sintió que su respiración era extraña,
era una fuerza desconocida que venía… ¿de dónde?
¿De dónde viene esa fuerza?
Estoy seguro que no viene de vos.
Pero que sabés de dónde viene.
¿Para quién estás cocinando? Mirá que no me quedo a comer.
Los muchachos están esperando afuera. Me esperan.
Veníamos borrachos caminando y cantando
la canción de los salesianos,
y se me apareció en el camino la casa.
Mi casa. Los muchachos cantan la canción
de los salesianos, mientras estoy acá, y vos estás de espalda
pelando una cebolla, por eso las lágrimas.
Ellos cantan, afuera, ahora. Los muchachos lo harán siempre.
Y ahora cantan mas fuerte para tapar mis gritos.
Es la última vez que vuelvo a esta cocina, Madre, como vuelve
la madera del árbol al mango del hacha: convertida en una materia
útil y perfecta,
y recuerdo, Madre, reuniste tus utensilios de plata,
las copas de cristal, el mate labrado en oro,
los enterraste ¡y no me enterraste a mi!
¡A mi que valgo mas que esos oros
del Perú, y toda esa mierda junta!
Vuelvo. Y no te dignás a darte vuelta
y besar mi calavera, mi fémur, mi talón que pisó carne mientras ardía.
Las verdaderas madres agarran a sus hijos que vuelven de la guerra y los llevan al río.
Los lavan. Los secan. Les ponen manteca en los talones.
Los derriten un poco
bajo el sol tibio para transparentar los huesos: medir el calcio.
Pero ahora la luz me advierte que no estás. Que la cocina está vacía.
Que no hay platos. Que hace mucho no hay nadie acá.
Canten muchachos, canten fuerte la canción.
Entren cantando a la cocina.
Y rompan todo.

De https://panamarevista.wordpress.com/?s=+Madre%2C+vuelvo+a+la+cocina