Las novelas policiales en los viajes (Walter Benjamin)

LAS NOVELAS POLICIALES EN LOS VIAJES

En el vagón de tren, sólo unos pocos leen los libros que tienen en los estantes de su casa; la mayoría prefiere comprar lo que se le ofrece a último momento. Desconfían, y con razón, del efecto de los tomos que están a disposición desde hace tiempo. Además, tal vez les interese hacer su compra justamente en los puestos, coloridos por los banderines, sobre el asfalto del andén. Todos conocen el culto al que estos invitan. No hay nadie que no haya tomado alguna vez uno de los ejemplares izados y tambaleantes, no tanto por ganas de leerlo, sino más bien con la sensación oscura de estar haciendo algo que complace a los dioses del ferrocarril. Se sabe que las monedas que se donan a esta alcancía lo encomiendan a uno a la protección del dios de la caldera que arde a través de la noche, de las náyades de humo que caracolean sobre el tren y del demonio de los sacudones, que es el señor de todas las canciones de cuna. Uno los conoce a todos de los sueños; también conoce la sucesión de pruebas míticas y peligros que se le presenta al espíritu de época en forma de «viaje en ferrocarril», y conoce la huida infinita de los límites espa- cio-temporales sobre los que el viaje se mueve, empezando por el famoso «llegó tarde» del que se queda, arquetipo de toda pérdida, hasta la soledad del compartimiento, pasando por el miedo a perder la combinación de trenes hasta el horror a la estación desconocida a la que se llega. Desprevenido, uno se siente enredado en una lucha de titanes y reconoce en sí mismo al testigo mudo de la pelea entre los dioses del ferrocarril y los de las estaciones.

Similia similibus. La salvación es anestesiar un miedo con otro. Entre las hojas recién estrenadas de las novelas policiales, uno busca las pesadillas ociosas, de cierto modo vírgenes, que le permitan superar las arcaicas del viaje. En ese camino, uno puede llegar hasta lo frívolo y elegir como compañeros de viaje a Sven Elvestad con su amigo Asbjörn Krag, a Frank Heller y al señor Collins. Pero esta ingeniosa compañía no le agrada a todo el mundo. Tal vez, en honor al horario de los trenes, uno desea un acompañante más riguroso, como Leo Perutz, quien escribió cuentos rítmicos y sincopados, cuyas estaciones se sobrevuelan con el reloj en la mano como pueblitos provincianos en el camino; o a alguien que com- prenda mejor la incertidumbre del futuro hacia el cual se está yendo, los misterios irresueltos que se dejaron atrás; entonces uno viajará con Gaston Leroux, sintiéndose pronto un pasajero del «tren fantasma» que pasó raudamente el año pasado por los escenarios alemanes, mientras lee El fantasma de la ópera y El perfume de la dama de negro. O se elegirá a Sherlock Holmes y a su amigo Watson, que sabrán po- ner de relieve lo siniestro y lo cotidiano de un cupé polvoriento de segunda clase, ambos como pasajeros hundidos en su silencio, el uno detrás del biombo de su periódico; el otro, detrás de una cortina de nubes de humo. Pero tal vez todos estos seres fantasmagóricos se desvanezcan ante el autorretrato que nos brinda A. K. Green en sus inolvidables novelas policiales. A ella hay que imaginarla como una vieja dama con su sombrerito de ala angosta, que se mueve con soltura tanto entre los parentescos enredados de sus heroínas como Entre armarios crujientes en algunos de los cuales, según un refrán inglés, toda familia guarda un esqueleto. Sus cuentos breves tienen apenas el largo del túnel de San Gotardo y sus grandes novelas A puertas cerradasEn la casa de al lado florecen como dondiegos de noche en la tenue luz violeta del cupé.

Hasta aquí, lo que la lectura le brinda al viajero. Pero, ¿qué le brinda el viaje al lector? ¿En qué otra circunstancia está tan compenetrado con la lectura y puede sentir su existencia tan entreverada con la del héroe? ¿No es su cuerpo la lanzadera del tejedor que atraviesa, infatigable, la urdimbre, el libro del destino de su héroe, al compás de las ruedas? No se leía en la carreta y no se lee en el auto. La lectura de viaje es una parte intrínseca de viajar en tren como lo es la espera en la estación. Se sabe que muchas estaciones de tren se parecen a catedrales. Pero nosotros queremos agradecer a los pequeños altares móviles y coloridos que un acólito de la curiosidad, de la distracción y de la sensación empuja a toda velocidad al costado del tren, vociferando. Porque ellos nos permiten sentir por unas horas el escalofrío de la tensión y los ritmos de las ruedas bajando por nuestras espaldas, arrebujados en el paisaje que pasa como en una bufanda que ondea en el viento.

Walter Benjamin, en Denkbilder: Epifanías en viaje

Deja un comentario